El Perú no experimenta en soledad el deterioro de su democracia pero sí el desafío extraordinario que presenta esa realidad. En ese marco deberemos elegir el próximo 6 de junio entre dos opciones minoritarias de fuerte abolengo autoritario e intensa repercusión sistémica en el Estado.
Y como si los fundamentos históricos de ambas opciones (el neoliberalismo impuesto por una dictadura antiterrorista, de un lado, y el marxismo anacrónico con contactos senderistas, del otro) no fuera pócima difícil de tragar, ciertas decisiones de la autoridad electoral (p.e. la admisión de un ideario-programa quebrantador de fundamentos y valores del Estado) incrementan el drama existencial de los comicios.
Debido a la fragmentación política de nuestra sociedad, el 70% de la población que no votó ni por la señora Fujimori ni por el señor Castillo deberá escoger entre estas opciones extremas y fuertemente resistidas. En consecuencia, lo hará motivada más por la razón de Estado que por convicciones ideológicas de partidos institucionalizados. Esa responsabilidad deberá ser asumida por el elector para salvar el carácter de nuestra unidad política antes que permitir su retrógrada “refundación revolucionaria”.
Es más, si tal opción es más propia de un referéndum bien planteado y no de un ballotage que, por definición, debiera renovar el mandato democrático representativo, la ciudadanía debe asumir también esa anomalía generada por instituciones deterioradas y por nuestra irresponsabilidad colectiva.
De otro lado, si llegamos a este punto por cuenta propia, lo hacemos al influjo del deterioro de las libertades y de la democracia en el mundo. En efecto, los países que registraron deterioro de sus libertades superan este año a los que las mejoraron consolidando un declive que se remonta al 2006 en beneficio de tiranías emergentes (Freedom House).
En ese escenario, 3 de cada 4 ciudadanos latinoamericanos manifestaron en 2018 descontento con la vida política en su país mientras que el 28% fue indiferente a la opción entre democracia o autoritarismo al tiempo que el respeto a la autoridad ya es superior al promedio global (PNUD).
Si ello se explica por el retroceso de la justicia y el incremento de la inequidad (un problema global agravado por las crisis económicas de 2008-2009 y la actual, profundizada por las desatenciones en la gestión de la pandemia) el aumento de los “personalismos presidenciales” que deterioran las instituciones ha jugado un rol importante (Marta Lagos).
Ello es evidente en México, Brasil y Argentina y en los países del ALBA. Y ahora se expande en el resto del área con un matiz perverso: la redefinición de la inserción externa y de los intereses nacionales de política exterior.
En junio, por tanto, decidiremos también si el Estado revisa acuerdos internacionales (incluyendo los de libre comercio) y emprende realineamientos totalitarios o mantiene un curso al que le falta mayor arraigo occidental y energía en la promoción de la democracia y del libre comercio en el área.
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