7 de abril de 2006
Cuando los peruanos concurramos a las urnas este domingo ciertamente lo haremos para escoger un determinado tipo de gobierno (democrático o autoritario), un estilo de liderazgo (coactivo o consensual) y un programa de gestión pública (basado en el respeto de prácticas locales e internacionales y plazos fijos de vigencia o en premisas que asumen que su ejecución depende de sus propias reglas mesiánicas). Bajo los auspicios de la formalidad democrática estaremos, en consecuencia, decidiendo si deseamos progresar como ciudadanía al amparo de un Estado liberal o si optamos por el advenimiento de un Estado de orientación fascista que asume que todo y todos estamos a su servicio. Si este proceso electoral nos obliga a optar por principios y valores radicalmente distintos –lo que implica la posibilidad de que quebrar el régimen establecido- para escoger bien debemos reconocer primero que el Estado democrático representativo, protector de los derechos humanos y articulado económicamente por el libre mercado está, en el Perú, nuevamente en crisis. Para extraerlo de esta grave situación no basta ahora reconocer las inaceptables inequidades sociales y las deformaciones institucionales que marcan el paso del progreso del país: el domingo no se va a optar por un diagnóstico sino por una solución y por quien sea más capaz de procurarla. Por tanto, es imprescindible también saber identificar a quienes no están capacitados para liderarla y el tipo de solución que no puede ser aceptada.
En consecuencia, si el fascismo es una de ellas entonces habrá que rechazarla no sólo por inapropiada sino por su naturaleza incivilizada y por su anacrónica representación.
Por la exaltación tramposa del Estado, el ejercicio de la violencia como método de gobierno, la organización corporativista de intereses en el poder y su farsa racista, el fascismo es una garantía de fracaso y de violento conflicto. Luego de la ilusión corporativista de los 70, de la década perdida de los 80 y de la marginación política de los 90, los peruanos razonables no pueden optar nuevamente, luego de un quinquenio de compleja transición hacia el progreso, por un tipo de gobierno que se ha probado reiteradamente autodestructivo y destructor. Y no lo harán además por razones de oportunidad: el fascismo aparece en toda su barbarie en circunstancias de colapso del Estado, de impotencia gubernamental y de total subordinación a fuerzas externas. Ésta no es hoy la situación del Perú. El Estado es ineficiente pero está en trance de reforma, el gobierno no ha satisfecho las altas expectativas sociales pero ha construido un marco macroeconómico solvente y, a pesar de los excesos ideológicos de la reforma neoliberal de la década pasada, el Estado está en capacidad de corregir los defectos de inserción externa sobre los que tiene control. De otro lado, si los representantes del fascismo en el Perú desean exaltar el nacionalismo fundamentándolo en una variable racial, no podrán sostener el esfuerzo por mucho tiempo. Primero porque la tan pregonada calidad indígena de la población prescinde de su naturaleza más extendida: el mestizaje es predominante en el Perú (y también en la subregión andina). Lamentablemente el racismo de ciertos dirigentes “étnicos” y fascistas prefiere no apreciar esta condición. Segundo porque la exaltación fascista del nacionalismo difiere de la realidad de esa característica social: éste es imprescindible para la identidad de los Estados y su vigencia no sólo es universal sino que es más fuerte aún en las potencias occidentales (Estados Unidos incluido). El nacionalismo ciertamente no es patrimonio de una candidatura irracional que intenta expropiar esa característica social de la conciencia colectiva.
Tercero porque la mayoría de los peruanos coinciden con la gran mayoría de los ciudadanos de otros Estados que la proyección transnacional de la denominada globalización tiene límites reales (las barreras nacionales –económicas y políticas- existen) y normativos (nadie que no esté neoliberalmente sobreideologizado entregará a gobiernos extranjeros o a agentes transnacionales, más allá de lo ya hecho, las condiciones de autonomía indispensables para que un Estado pueda sobrevivir). En tanto la conciencia ciudadana de que “lo nacional” existe y que la convicción sobre la necesidad gobernar la globalización está adecuadamente representada en las alternativas democráticas, la alternativa fascista debiera ser, para el votante, prescindible. Pero esta opción presenta otro frente que será también contestado en las urnas: si el fascismo considera que el Estado es un “órgano vivo” tiene también una visión geopolítica “orgánica” tan desalmada como impracticable. Su propuesta de expansión tahuantisuyana ciertamente es un riesgo en la percepción ajena (y en la propia). Pero en épocas de integración, es decir de construcción progresiva de intereses compartidos y de de flujo de interdependencia con los vecinos, la región y el mundo liberal, esa propuesta, por impracticable, lleva consigo el germen de su propia destrucción y de quienes intenten llevarla a cabo. Por ello, este domingo, la ciudadanía, obligada a escoger nuevamente entre las alternativas democráticas y fascista, elegirá la primera.
Pero luego de hacerlo deberá mantenerse en guardia porque la opción fascista espera el mínimo pretexto para confirmar lo que algunos sociólogos dan por un hecho estadístico: la emergencia cíclica de violencia política en el Perú. El gobierno democrático que se elija este domingo o en mayo próximo deberá prevenirlo
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