29 de Diciembre de 2006
El 2006 culmina con una sensación generalizada de mayor inseguridad global, cauto optimismo económico y mayor alerta social.
Esta percepción emotiva, recogida de la información mediática, pretende resumir una realidad sistémica inestable, fundamentos de seguridad regional mermados en ámbitos geográficos más específicos que genéricos, mayores pero no necesariamente mejores condiciones de interdependencia global y relativa ineficiencia regimental de carácter inercial.
En efecto el sistema internacional ha mostrado a la mayor superpotencia sin merma de capacidad militar pero crecientemente imposibilitada de transformarla en poder eficiente (el caso de Irak). Esa frustración puede aún ser compensada por una nueva estrategia militar en el área de despliegue con mayor apuntalamiento diplomático. Sin embargo, otros factores del poder estadounidense, como el económico, están siendo crecientemente desafiados por otras potencias restándole al sistema la escasa dimensión unipolar que pretendía, añadiéndole impulso y colocándolo más abiertamente en transición hacia otro orden.
Simultáneamente es visible un incremento de las capacidades de potencias emergentes con disposición a ejercer influencia orgánica y no sólo militar (el caso de China, Rusia, India y, en menor medida, Brasil). Ese estamento, a su vez, es complementado desafiantemente por potencias medias o pequeñas que reclaman un lugar en la estructura del poder (es menos el caso de Brasil en el Consejo de Seguridad que los de Irán y Corea del Norte como ejemplo de los que adquieren capacidad nuclear).
La traducción en comportamiento conflictivo de esa incierta redistribución del poder tiene manifestaciones aún restringidas a ámbitos geográficos de relativa especificidad y al escenario regimental.
En el primer caso, el Medio Oriente es el escenario por excelencia. La violencia extrema de la guerra no convencional intensificada por la participación de agentes no estatales y el renacimiento ideológico fundado en la religión (el Islam) tiene un gran potencial de desborde que, si bien ha superado el perímetro del teatro bélico, ha transgredido su ámbito regional de manera menos letal. Al respecto es necesario distinguir el conflicto regional desarrollado en un área específica de su elemento más perverso –el terrorismo- que sí tiene dimensión global. En relación al conflicto central –el palestino-israelí-, el deterioro del entorno parece estar conduciendo, paradójicamente, a nuevas posibilidades de negociación.
En el segundo caso, el conflicto se ha manifestado a través del cuestionamiento o desafío de principios y normas de regímenes básicos para la seguridad global (como el de no proliferación nuclear) mediante el ejercicio del poder nacional y la manipulación del derecho. Éste es el caso de Irán y de Corea del Norte y, en menor medida, el de India (esa potencia emergente ha buscado términos de acomodamiento fuera del régimen con Estados Unidos).
Como consecuencia, la latencia conflictiva en la región de origen de las potencias mencionadas -el Asia- se ha incrementado aunque sin llegar al uso abierto de la fuerza. En efecto, a pesar del impacto conflictivo del Medio Oriente, la tendencia a la confrontación en el Asia no se ha manifestado en conflictos bélicos este año sino en un ejercicio dinámico del balance de poder que, si ha impedido un predominio manifiesto de alguna potencia, no ha encontrado aún punto de equilibrio. China, Japón, India y Rusia no son aquí los únicos agentes activos.
Aunque esa dinámica es visible también en regiones que no están limitadas por los parámetros de la unión económica y política (como los que caracterizan a la Unión Europea), el ejercicio del balance de poder es en ellas menos intenso y eficiente. Ello ocurre especialmente en ámbitos donde el Estado ha sido incapaz de imponer el orden nacional. Esa realidad ha generado dos consecuencias: tendencias a la anarquía (entendida como desorden interno) visibles en África (donde la reincidencia del conflicto se mantiene en áreas como Sudán y Somalia) y tendencia a la pérdida de gobernabilidad en algunos países de América Latina (donde la proximidad de la inviabilidad ronda a algunos de ellos).
En ambos casos la reacción natural hacia la recuperación del orden estatal ha sido más o menos evidente. Ello ha ido acompañado, de un lado, de mayor reclamo internacional por la autoridad del Estado (que la reforma liberal minimizó en la década pasada) y del otro, de una tendencia nacional a recuperarlo estimulado por la reemergencia del nacionalismo en diversas formas y hasta por la influencia de fundamentalismos étnicos o religiosos (Bolivia). En aquellos países donde el rol de estos factores se ha intensificado, las ganancias de gobernabilidad han ido acompañadas por una pérdida de democracia y de juridicidad (Venezuela). Esta fenomenología ha sido visible en América Latina donde la tendencia a revertir el orden liberal es manifiesta en varios Estados. Uno de las manifestaciones más claras de esta realidad ha sido, en años anteriores, el recurso a forzar la renuncia de Jefes de Estado legítimamente electos a través de movimientos populares (en, realidad, “golpes de estado de masas”). Pero el fenómeno no es, si embargo, exclusivo de América Latina como lo prueba el retorno del golpe de Estado tradicional en el Asia (el caso de Tailandia, p.e.).
La tendencia regresiva del consenso liberal en partes de América Latina se ha manifestado en la vulneración de regímenes regionales como el de protección colectiva de la democracia representativa, en la emergencia de la democracia participativa y en la reedición de un autoritarismo sustentado popularmente. Ello ha sido, acompañado a la progresiva erosión del sistema interamericano. Por lo demás, éste, en otro ámbito vital, ha sido incapaz de concluir la redefinición del régimen de seguridad colectiva cuyo proceso lleva ya una década y media. Ello ha implicado para la OEA severa pérdida de cohesión, utilidad y hasta de legitimidad.
Tal relajación de principios y de normas es acorde con el deficiente funcionamiento de los regímenes globales de mayor interacción multilateral. Así, la ONU no sólo no logrado un buen inicio de reformas fundamentales (como la del Consejo de Seguridad) sino que tampoco ha podido implementar sus propias resoluciones adecuadamente en los casos más críticos (el Medio Oriente, Irak, Irán, Sudán). Sin embargo, la legitimidad y la necesidad de la ONU se ha afirmado a pesar del cuestionamiento circunstancial de ciertas potencias mayores (traducido, p.e., en la representación ejercida por el señor Bolton).
A mejorar su desempeño han contribuido organismos afiliados al sistema. Éste es el caso de los organismos del sistema financiero y de desarrollo (el FMI y el BM) aunque su perfil ha descendido considerablemente (especialmente el del primero). Con mayor influencia, la Dirección General de la OMC reclama flexibilidad para aprovechar una nueva ventana de oportunidad para la adecuada culminación de la Ronda Doha en el 2007 sin que al respecto halla aún compromiso político alguno de los participantes. Mientras tanto, el Secretario General saliente (el señor Annan) demanda menos unilateralismo y mayor responsabilidad compartida (los otros dos reclamos, derechos humanos y rendición de cuentas han sido mejor satisfechos a través de la creación del Consejo de Derechos Humanos y del incremento de la fiscalización en el organismo mundial). En resumen, aunque mejorando, el multilateralismo sigue en crisis.
Quizás en menor medida ello incluye a las alianzas y las operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU. En el primer caso, si bien el rol de la OTAN sigue siendo activo e indispensable para la estabilidad regional de ciertas áreas, problemas de cohesión y eficiencia en el terreno no han contribuido a su mejor despliegue. En el segundo, aunque los requerimientos mantenimiento y establecimiento de la paz se han incrementado en los últimos años, el contraste entre el compromiso de fuerzas y la dimensión de la tarea encargada sigue mostrando los problemas de la ONU –y por tanto, los de la comunidad internacional- para cumplir con sus obligaciones en esta área.
Finalmente diremos que los términos de la interdependencia han mejorado si se considera el creciente alcance de la aplicación de los desarrollos tecnológicos (no su origen) y la mejor participación colectiva en el ciclo de crecimiento económico. Ésta sin embargo sigue siendo extremadamente asimétrica (el contraste entre el incremento extraordinario del mercado bursátil y la mayor visibilidad de la pobreza que ocupa a los Objetivos del Milenio puede ser el mejor ejemplo de ello).
Por lo demás algunos de los factores de la interdependencia, como la inversión extranjera, siguen extremadamente concentrados en los países desarrollados y orientados preferentemente al Asia en los países en desarrollo. Mientras tanto, en términos comerciales el peso del comercio intraregional e intrafirmas no puede esconder su aporte al aumento de los intercambios a pesar de que la Ronda Doha no avance. De otro lado, desde la perspectiva de la vulnerabilidad, dos hechos llaman la atención en el avance de la interdependencia: la intensificación de las amenazas globales (entre las que destaca el terrorismo) y el problema migratorio. Desde el punto de vista transnacional el fenómeno más preocupante ciertamente es el medio ambiente en el que el problema principal es el del calentamiento global. Frente a él no hay aún una respuesta colectiva apropiada. En resumen, los ciudadanos y los Estados ingresan al 2007 en mejores condiciones que en el 2006 pero la magnitud de los problemas que afrontan es enorme. Si los gobernantes no contribuyen mejor a solucionarlos en el marco de un mayor reclamo global de eficiencia, los niveles de frustración consecuentes traerán consigo peligrosos niveles de inestabilidad general.
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