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  • Alejandro Deustua

El Rescate de (Parte de) la Banca Española y la Crisis Europea

La disposición de la eurozona para proceder al rescate del sistema bancario español es un esfuerzo enorme orientado a contener la desconfianza financiera en la Unión Europea, a aislar el serio problema bancario de una economía grande del área como lo es España y a salvar al euro de su deterioro estructural. Sin embargo, la fragmentación política de la Unión Europea, su creciente malestar social, el cuestionable rol de ciertos agentes del mercados de capitales y la indecisión de las autoridades para actuar con flexibilidad y prontitud suficientes atentan contra la eficacia de esa medida.


Las virtudes del rescate bancario español son múltiples. En la perspectiva del sentido común resaltan por lo menos cuatro. Primero, su dimensión (100 mil millones de euros equivalentes a US$ 125 mil millones) es superior a los requerimientos del sector beneficiado (alrededor US$ 40 mil millones según la evaluación del FMI) y al margen complementario requerido para afrontar el problema. Segundo, su especificidad apunta a la eficacia. En tanto ese monto está orientado a cubrir los requerimientos de financiación y reestructuración de la banca afectada (alrededor del 53% del sistema) y no la del resto que es solvente, el rescate tiene realidad posibilidades de éxito. Tercero, su origen comunitario (la Facilidad Europea de Estabilización Financiera y el Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera) no implica técnicamente un pasivo de sus integrantes mientras que su destinatario (el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria –FROB- español) garantiza, por su especialización, una apropiada canalización y asignación del dinero. Cuarto: la naturaleza dedicada del rescate (definido como una línea de crédito blando a tasas de interés menores que las del mercado) facilita su devolución.


Sin embargo, el temor que reina en Europa impele a los medios especializados y a los mercados a demandar mayores concreciones en el marco de la desconfianza. Esta se expresa en el señalamiento de que el rescate implica mayor deuda pública (el FROB es un dependencia del Estado dirigido con la independencia propia del banco central español –el Banco de España-) y, por tanto, complica el acceso del Estado al mercado (la rentabilidad de los bonos españoles ha subido a 6.7% marcando un récord que se acerca a la barrera psicológica del 7% indicadora de perspectivas de insolvencia) complicando más su status financiero. Esta afirmación no tiene en cuenta el hecho de que la relación de la deuda española con el PBI es de alrededor del 80% situándose por debajo del promedio europeo (alrededor del 90%).


De otro lado se argumenta que el rescate debió hacerse de manera directa (es decir, sin intermediarios), que carece aún de precisiones elementales (monto de la tasa interés y plazos) y que no hace sitio para necesarias garantías de depósitos. Estos argumentos no tienen en cuenta que los mecanismos comunitarios implicados no pueden asignar recursos de manera directa a los bancos, que el tipo de interés (estimado por los medios en 3%) estará considerablemente por debajo del que cobra el mercado o que la garantía generalizada de los depósitos llevó a Irlanda a una situación aún más peligrosa.


Finalmente se cuestiona que se rescate a la banca cuando ésta es la causante del problema (la generación de una burbuja derivada del excesivo financiamiento al sector bienes raíces agravada por el efecto multiplicador de la colocación de activos tóxicos). El argumento, que dice mucho de la vinculación entre la crisis española y la norteamericana, no está desprovisto de base moral y material. Pero un buen mecanismo de supervisión, que será prestado por el Banco Central Europeo con la asistencia del FMI, debiera garantizar una gestión adecuada de los fondos comprometidos y a evitar los problemas de los abusos salariales de los ejecutivos bancarios.


Al respecto no se resalta, sin embargo, una efectiva carencia del rescate: la falta de garantías para que los bancos no sólo se recapitalicen sino que cumplan con su vital rol de facilitar el crédito. Esta preocupación, derivada de la experiencia norteamericana, ingresa en el terreno de las medidas complementarias que debe adoptar la próxima reunión del Consejo Europeo entre el 28 y 29 de junio. En ella debieran tratarse ésta y otras medidas fundamentales para afrontar la crisis financiera y la de la integración europea, lamentablemente ligadas.


En efecto, en esa reunión debieran definirse los lineamientos de una compleja política de crecimiento que acompañe al ajuste, un vínculo que dista de ser evidente. Para empezar, la decisión europea de mantener el objetivo de reducción del déficit español para este año en un nivel de 5.8% del PBI (vs 8.11% en el 2011) es un antecedente de rigor que es contrario a la flexibilidad requerida para tratar casos extremos como el de Grecia o, en otro plano, el de Italia.


Un menú de opciones a este respecto lo proporcionan Ferguson y Roubini que proponen para Europa incremento del gasto, inversión pública en infraestructura, incremento de salarios, pero especialmente, devaluación del euro. Esta última medida, que Krugman probablemente apoyaría, no sólo es sensata y necesaria para impulsar la economía europea incrementando la competitividad de su sector exportador, sino que corresponde al patrón de recomendaciones del FMI cuando éste ha debido sugerir o imponer políticas de ajuste a otros países, especialmente en latinoamericanos.


Sin embargo, la reciente decisión del Banco Central Europeo de mantener en 1% la tasa de interés en lugar de reducirla como corresponde a un escenario recesivo no indica la disposición del BCE a apoyar una devaluación. Si al respecto se pude decir que esa tasa es obviamente baja, su reducción adicional hubiera enviado una señal reactivadora a la economía europea de carácter vital. Pero la señal ha sido la contraria.


Al respecto es de esperar que las autoridades que concurran a la cumbre de fines de junio no asuman que el crecimiento se va a lograr priorizando el control de la inflación como ocurrió cuando, ad portas de la crisis, el anterior director del BCE, el señor Trichet, se vanagloriaba elogiando su “impecable” desempeño antinflacionario. Es más, quizás la cumbre europea debería considerar una flotación del euro dentro de ciertos parámetros y un mecanismo de facilitación del crédito, especialmente a las pymes –el núcleo de la economía europea- como ha sugerido, entre muchos, Benita Ferrero.


Que no haya señas al respecto dice mucho de la falta de consenso político en la Unión Europea. Ello se refleja en pérdida de autoridad, polarización y descontento social. La superación de este problema político no se logrará mediante una alternativa de gobernanza vinculada, como ha ocurrido con cada crisis europea, con la profundización institucional de la integración.


En efecto hoy se alude con facilidad en la UE a una unión fiscal o a unión política en el marco del concepto burocrático de “más Europa” en lugar de centrar la atención en objetivos manejables (p.e mayor supervigilancia comunitaria de las políticas de ajuste y crecimiento). En lugar de ello Ferguson y Roubini llaman la atención de Alemania aduciendo, quizás de manera voluntariamente exagerada, que Europa está hoy más cerca de 1931 (cuando una crisis bancaria desató los acontecimientos que llevaron a la gran conflagración) que de 1923 (el año de la hiperinflación alemana).


Nosotros agregaríamos que la integración no puede construirse sistemáticamente como reacción a cada crisis sino mediante políticas adoptadas en tiempos de tranquilidad. Éstos no son los tiempos actuales que requieren, más bien, de acción inmediata orientada a generar confianza y evitar corridas bancarias catastróficas.


Por lo demás, regiones como América del Sur y países como el Perú que tienen en el mercado europeo un destino exportador principalísimo y una fuente primaria de inversión extranjera, harían bien en tomar acciones preventivas y, al tiempo de plantear sugerencias, llamar la atención de la UE sobre su responsabilidad por las repercusión global de la crisis. Ello es imprescindible en el caso del Perú, cuyo crecimiento está condicionado, según el Marco Macroeconómico Multianual 2013-2015, a que no se produzca un colapso financiero similar al ocurrido en Estados Unidos y a que la inversión privada mantenga su dinamismo en el país.


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