El propósito del ballotage –o “segunda vuelta”- es asegurar, para el candidato elegido, la legitimidad que deriva del mayor caudal de votos posibles en la confrontación con un solo adversario. Pero ese recurso implica también que el ganador asegure un “voto de calidad” (es decir, de opción preferente antes que de último recurso). Si en el ballotage prima solo el voto “de cantidad”, la naturaleza del ballotage tenderá a pervertirse y, por tanto, la legitimidad del candidato electo será propenso a la erosión.
Éste es el desafío mayor que los peruanos afrontan en la segunda vuelta en tanto que muy buena parte del 45% de los electores cuyos votos desperdiciaron los candidatos del centro político pertenecen a la categoría de los que no hubieran votado por Ollanta Humala o Keiko Fujimori bajo ninguna circunstancia.
Impulsados por la obligatoriedad del voto, esos electores se sentirán tentados a votar en blanco, a anular su voto o, como tantas veces, a forzar sus conciencias para otorgar al país una salida basada en el cálculo de la minimización de pérdidas. La segunda vuelta, por tanto, podrá tener legalidad indiscutida –siempre que el proceso que conducen el Jurado Nacional de Elecciones y la ONPE sea impecable- pero la legitimidad del ganador podrá quedar mermada. Ésta condición de minimis empeorará en un contexto de polarización como el que existe entre los candidatos que compiten en el ballotage.
Y como sin legitimidad necesaria en el Ejecutivo (agravada por la ausencia de apoyo propio en el Congreso debido a la gran fragmentación de la representación), no es posible realizar una adecuada gestión de gobierno será mucho menos factible llevar a cabo reformas políticas o económicas significativas. Si éstas se realizaran, la imprudencia del acto llamaría a la protesta social y a la desestabilización del gobierno.
De allí la importancia de lograr un acuerdo de gobernabilidad en el que el juego de poder se subordine a un consenso elemental entre todos los actores políticos relevantes. Ello requiere de un promotor y de un foro adecuado antes que de la iniciativa de uno de los candidatos perdedores que no ha logrado, con la rapidez del caso, el concurso de los que, compartiendo una posición política, se dividieron y perdieron estrepitosa e irresponsablemente en la primera vuelta.
Bajo estas condiciones, la propuesta de acuerdo de gobernabilidad de uno de esos candidatos, Pedro Pablo Kuczynski, es moralmente elogiable pero adquiría mejor sustento político si ésta fuera abordada por organización reconocidas como el Acuerdo Nacional (que bien haría en recordar lo comprometido orgánicamente en el 2002), por foros de la sociedad civil con las credenciales suficientes (por ejemplo Transparencia, Idea o ambas) o por un cónclave de las cinco organizaciones políticas principales. De ese escenario el Congreso quedaría descartado por la ausencia de partidos políticos reales y la alteración de su composición electoral.
Ese acuerdo proporcionaría un piso de legitimidad básica al ganador de la segunda vuelta condicionado por la necesaria limitación de las opciones políticas de ese gobernante. Esa limitación se fundaría en la reiteración de compromisos relativos a la protección de la naturaleza del Estado existente y de la especial condición de la institución de la Jefatura del Estado que ha sido recuperada luego de que ésta fuera corrompida en la década de los 90. En ese marco, reformas radicales que implicasen cambios de principios y valores o una implementación inadecuada de los mismos merecerían el rechazo de buena parte de la ciudadanía y destruirían el muy precario equilibrio con que tendrá que funcionar el próximo gobierno.
De igual manera, la instalación de un gobierno comandado desde el Ejecutivo y el Congreso por la familia directa de un ex -presidente ya sentenciado por delitos comunes y de lesa humanidad carecería de autoridad para imponer, per se, el orden bajo un Estado de derecho. Y si, a pesar de todo, la organización que propone el cambio radical intentara imponerlo, esa organización deberá recordar la experiencia del gobierno de Salvador Allende y sus consecuencias. Éste, a pesar de comandar un partido de arraigo histórico y organizar un frente de intensa movilización, obtuvo un insuficiente 36% de los votos (5% más que la votación del señor Humala) en la elección popular. Por ello Allende fue consagrado presidente en el Congreso con los votos de sólo uno de los partidos opositores: la Democracia Cristiana.
A pesar de la insuficiencia de apoyo propio, ese gobernante procedió a realizar reformas radicales y a ejercer una política exterior disonante con los intereses chilenos convencionales. Ello, el desborde de las masas que apoyaban a Unidad Popular y la proliferación de la violencia, de protestas y paros culminaron en desgobierno primero y en el golpe de Estado después.
Esta lección -y la prevención de la alternativa corporativa que, en su versión velasquista o peronista parece tan cercanas a ciertos afiliados del nacionalismo- es una que el señor Humala no debería olvidar especialmente cuando el resquebrajamiento del consenso sobre la protección colectiva sobre la democracia representativa ha vuelto a abrir la puerta a la reacción social interna.
Y si triunfa la candidata que pretende el orden y la estabilidad, la realización de esos propósitos careciendo de la autoridad adecuada podría llevar a todo lo contrario: al desgobierno producto de la movilización callejera motivada no sólo por la disconformidad de la ortodoxia económica sino impulsada por el rechazo que despierta esa candidatura en una cantidad considerable de la población.
Bajo esas condiciones, la lucha frontal contra amenazas como el narcotráfico o el remanente terrorista sería muy difícil de solventar sin el concurso militante de la fuera pública. En ese escenario esa candidata deberá reprimir no sólo la vocación golpista del gobierno de su padre –especialmente cuando no ha deslindado con él ni con importantes funcionarios de ese gobierno- sino también tener presente ejemplos como el del gobierno de Juan María Bordaberry en el Uruguay. Éste llegó al gobierno con una candidatura subsidiaria en un contexto de creciente violencia política. Su falta de autoridad y el embate subversivo le presentaron la opción del autogolpe y éste, como en el caso de Alberto Fujimori, la tomó.
Por lo demás, ese gobierno estaría seriamente limitado en el ejercicio de una política exterior en la que la militancia democrática y en los derechos humanos es condición para el ejercicio de ciertas asociaciones (el caso general de Occidente). Ello obligaría a ese gobierno a llamar a terceros para compensar sus carencias y a realizar concesiones debilitando la consistencia partidaria del gobierno o, en su defecto, a incrementar en él el rol de la fuerza pública.
De allí la necesidad de que el pacto de gobernabilidad que hoy se negocia sea estricto, que sus principios queden bien definidos, que ciertas políticas generales pudieran ser concertadas teniendo en cuenta la necesidad de asegurar el normal desenvolvimiento de las clases medias (y su indisoluble vínculo con la economía de mercado), la satisfacción de necesidades básicas de un tercio de la población y el perfeccionamiento de la inserción externa del Estado sin alterar su curso. Ello debería implicar la convocatoria por el ganador de representantes de las organizaciones que, por exuberancia irracional de sus líderes, han dejado a la mayoría relativa del país sin representación en la segunda vuelta que se avecina.
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