Hace algunas décadas Harry Belevan iniciaba su libro “Escuchando tras la puerta” con un relato al estilo de otro escritor sobre cómo unos militares se inventan un Estado construyendo su historia y mitología.
Si, al respecto, el “socialismo del siglo XXI” organizado por Heinz Dietrich Steffan pudiera ser un mal ejemplo para explicar el caso venezolano, la mimetización de Hugo Chávez con Simón Bolívar no lo es para la nueva identificación de ese Estado.
En efecto, el Sr. Chávez oficializó la instrumentación del mito de Bolívar al redefinir la denominación de Venezuela (ahora la República Bolivariana de Venezuela) como eje alrededor del cual se construyó la nueva identidad del Estado chavista. Luego el gobierno venezolano dispuso la espectacular investigación de la vida y muerte del Libertador (incluyendo una investigación de sus restos) con el ánimo de actualizar su presencia y esparcir esa identidad entre la población. De allí a la fabricación de la mentira para justificar la identidad adquirida por la militancia y la burocracia había sólo un paso. Este se dio con entusiasmo.
Así, no es extraño darnos hoy con la novedad de que la firma de Hugo Chávez aparezca en un público facsímil del acta de independencia venezolana de 1811. Ni que el director de la Casa de las Primera Letras Simón Rodríguez (donde Bolívar asistió como alumno y que fue reinaugurada por el Sr. Maduro con propósitos de instrucción infantil), haya justificado el artificio como un homenaje al Sr. Chávez que, según ese burócrata, también es prócer de la independencia por que ha luchado por consolidarla.
Este hecho doloso, ingenuo o fantástico, es representativo de cierta mentalidad en Venezuela que, tras absorber el mito, lo alimenta a través de la mentira articulada por el agente gubernamental o partidario.
Así, tampoco es extraño que durante la reciente campaña electoral el Sr. Maduro se presentara como la representación mitológica de Chávez (“Yo soy Chávez”, es decir, el nuevo Bolívar) y luego como su versión corregida (“Yo soy el hijo de Chávez”) invocando al respecto el hecho milagroso. Si el Sr. Maduro podía intentar reencarnar el mito para dividir a Venezuela entre creyentes y no creyentes podía luego recurrir más fácilmente a la mentira. En efecto, hoy ese gobernante imputa a explotadores antibolivarianos (es decir, a los no creyentes) la postración económica de la sociedad sometida a la humillación de las tarjetas de racionamiento.
No muy distante de ese ejemplo de reorganización mitológica de una nación en Suramérica está la negación constitucional boliviana de su pasado colonial y republicano. En efecto, la nueva República Plurinacional aparece en el 2009, por arte de quiromancia jurídica, como un Estado cuya “refundación” implica el reinicio de un tiempo que quedó congelado desde la Conquista hasta la articulación mitológica de su nuevo corpus legal cuya iniciativa corresponde al héroe que desea ser el Sr. Morales (Weber probablemente se referiría a él apenas como un líder carismático).
En Bolivia el ejercicio de la mentira que alimenta el mito es sustituido por un discurso político que inventa nuevas categorías y aspiraciones colectivas (por ejemplo, la relación entre el ambiente -la pachamama- y el “vivir bien” como objetivo social) en el que la legítima reivindicación indígena se realiza a costa de la negación de la realidad mestiza del país.
La interacción entre el mito y la mentira que le da vida ha llegado en Bolivia al punto de que se emplee lo que el gobierno entiende como nueva identidad nacional como justificación principal de políticas de cuestionable razonabilidad que van desde las nacionalizaciones arbitrarias y el antiyanquismo hasta el encumbramiento de la hoja de coca como uno de los baluartes de la política exterior del nuevo Estado.
Sin embargo, el anecdotario del artificio mito-mentira no tiene en Bolivia el arraigo que tiene en Venezuela. Ello quizás se deba a que, con concesiones a la nueva cosmogonía anticapitalista, la gestión de la económica boliviana se realiza con una fuerte dosis de realismo cuya eficacia (a pesar de los desincentivos del sector privado) ha merecido el elogio del FMI, nada menos.
En Cuba, en cambio, la interacción entre el mito y la mentira sigue expresándose en políticas bien arraigadas. En efecto, si la mitología sobre la revolución y sus líderes ha sido instrumentada por la mentira de Estado, ésta ha encontrado en el escenario humanitario un verdadero vergel. Al respecto, la dirigencia cubana ha recurrido a los artificios del “hombre nuevo”, de la superioridad social del paraíso comunista y de la capacidad de sacrificio de su ciudadanía mientras la realidad totalitarismo mostraba su bárbara realidad represiva.
Para ocultarla, Cuba ha recurrido con frecuencia a la desautorización de los reportes de organizaciones humanitarias al tiempo que ha empleado las instituciones de la ONU (cuyo juicio depende muchas veces de la correlación de fuerzas) para mitigar las imputaciones que pueden hacérsele en ese campo. Pero ningún artificio había llegado a los extremos de la gestación del fraude en el ámbito multilateral como acaba de ocurrir.
En efecto, según un reporte de UN Watch (una ONG que monitorea desde Ginebra la perfomance de la ONU, que tiene status consultivo especial ante el Comité Económico y Social y que está integrada por ex –autoridades gubernamentales y académicos), una cantidad increíble de organizaciones no gubernamentales (454, para ser exactos) cuya existencia es en muchos casos difícil de verificar habría impuesto su opinión elogiosa del comportamiento cubano en materia humanitaria subordinado la opinión y el recuento fáctico de ONGs más fiables que presentaron cargos contra Cuba.
UN Watch califica el hecho como “fraude cometido en escala masiva” en el documento “Compilation of UN Information” sobre el caso cubano que, según esa entidad, recoge elogios entusiastas del comportamiento humanitario cubano en 72 de los 105 párrafos de ese informe. La naturaleza del fraude imputado deriva no sólo del cuestionamiento de la existencia legal de las 454 ONG pro-cubanas sino del contraste de esa cantidad con las que actuaron en otros casos (9 en el caso de Turkmenistán, 12 en el de Rumanía, 23 en el de Alemania, 32 en el de Rusia y 48 en el de Canadá –el caso con mayor número de reportes descontando el caso cubano).
De ser cierto, parece evidente que éste no es el único caso de falseamiento de la verdad en el ámbito de la ONU. Pero también es claro que éste tiene una dimensión escandalosa. Y es uno que prueba el encadenamiento entre la organización del mito como fundamento nacional o estatal, de la mentira oficial como su instrumento y de la burla consecuente de la mayor instancia multilateral del sistema internacional.
Al margen de todo reclamo puritano, si la comunidad internacional es incapaz de develar el mito como fundamento principal de los estados, sí puede exigir que la mentira sistemática no se imponga como método de gobierno y de interacción internacional. De lo contrario, el relato de Belevan debería leerse no como un ejercicio literario sino como un registro sociológico de la realidad de ciertos estados.
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