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  • Alejandro Deustua

El Golpe Egipcio

Apenas un año después de que Mohamed Morsi fuera electo presidente de Egipto, un golpe de Estado ha acabado con su gobierno. Aunque la Fuerza Armada que lo ha llevado a cabo ha planteado una hoja de ruta estableciendo un gobierno de transición hasta que se realicen unas reformas constitucionales de contenido no esclarecido y se proceda a nuevas elecciones generales, es difícil asegurar hoy que ese proceso podrá llevarse a cabo sin mayor confrontación en un país intensamente polarizado. Si lograr la transición pacífica es el mayor desafío del gobierno de facto éste deberá negociar con los Hermanos Musulmanes hasta ayer en el poder (pero éstos ya se han negado, de momento, a entenderse con los militares), recurrir a la represión (medio que la Fuerza Armada ha marginado por ahora) o prolongar la transición hasta el restablecimiento de un orden secular y de entendimiento con la mayoría ciudadana. Este último medio puede parecer contrario a los objetivos declarados del gobierno de facto. Pero en tanto los objetivos son también estratégicos, la Fuerza Armada egipcia no reparará en emplearlo. Menos aún cuando ésta entiende que la estabilidad a lograrse es una condición necesaria para el desempeño del rol histórico de Egipto como potencia regional en un contexto extraordinariamente inestable. Este último objetivo no ha sido referido expresamente en el pronunciamiento militar amparado por civiles que siguió al rechazo por el Sr. Morsi del ultimátum que le planteara primero la oposición movilizada y luego Fuerza Armada. Pero el nuevo orden que busca la reforma constitucional y el nuevo entendimiento nacional (que implica la participación de todas las fuerzas políticas y ciudadanas -especialmente de los jóvenes- bajo el mando del “jefe” del Tribunal Supremo Constitucional -que dispondrá nominalmente de amplios poderes) no podrá evitarlo. Una Fuerza Armada que ha mantenido a duras penas su status luego de la caída de Mubarak y que hoy lo potencia como garante nacional se ocupará de que ello ocurra. Si ese objetivo forma parte implícita de la propuesta cívico-militar éste agregará complejidad a los objetivos de estabilidad declarados por el gobierno de facto. En consecuencia, quizás éstos no podrán realizarse en menos de un año (plazo que algunos analistas consideran que durará el gobierno de transición). Menos aún si el nuevo entendimiento ciudadano busca rescatar a Egipto de la anarquía a lo que ha conducido el gobierno de Morsi. Ésta se expresa hoy en la profunda quiebra del orden social y la realidad de una crisis económica mayor. En efecto, luego de la caída de Mubarak, la imprudencia del gobierno Morsi se empeñó en cambiar el orden político de Egipto establecido por Nasser primero y Sadat después (constitución de 1971) descuidando el contrato social básico entre la sociedad y el Estado. En ello se empeñó a pesar de haber ganado en segunda vuelta con lo justo (51% de los votos) en las elecciones del 2012. La falta de atención al notable incremento de asesinatos y linchamientos, a la prevalencia del mercado negro y a la inoperancia policial (Foreign Affairs) llevó a Egipto a una situación de caos que puso en cuestión la viabilidad del Estado. Y la crisis económica profundizada desde el 2011 parece haber alcanzado una intensidad próxima a los peores años de la primera mitad del siglo pasado. En efecto, desde ese año el retiro de la inversión extranjera fue del orden de 56%, la pérdida de reservas alcanzó el 60%, la erosión del producto fue tres puntos porcentuales y la devaluación de 12% (The Guardian). Ello ha llevado a un fuerte incremento de los precios, del desempleo y de la pobreza. Por lo demás, el crédito de US$ 4.8 mil millones contratado con el FMI en noviembre pasado no pudo ser desembolsado mientras no se llevaran a cabo las reformas que esa entidad demandaba y que el gobierno de Morsi se negó a llevar a cabo. El daño generado por esta omisión se expresa en la imposibilidad de incrementar el gasto social y de infraestructura y de reducir el déficit de 11% del PBI (FMI). En ese marco se comprende por qué el FMI proyectaba en abril el crecimiento de la economía egipcia en 2% bien por debajo del estimado para el conjunto del Medio Oriente (3.1%) con una inflación de 8.8% y una tasa de desempleo benignamente calculada en 13.5%. Bajo estas condiciones de caos social, fuerte confrontación política y degradación económica Egipto difícilmente puede hoy ejercer su rol de potencia mayor en el Medio Oriente. Y menos bajo un régimen que, siguiendo las convicciones religiosas de los Hermanos Musulmanes y sus aliados salafistas, se embarcó en un proyecto de islamización de la sociedad egipcia de carácter excluyente y con proyección externa. En efecto, algunos atribuyen a esa Hermandad la predisposición a establecer un califato en la región con influencia en parte de la oposición siria que hoy lucha contra Asad y en el Hamas palestino. Esa vinculación no es funcional al entendimiento establecido entre Egipto e Israel en el tratado de paz suscrito en 1979 bajo los auspicios de Estados Unidos. Tal pasivo es mayor si toma en cuenta que la única vinculación de la Hermandad egipcia con la primera potencia fue la derivada del carácter formalmente democrático del descompuesto gobierno de Morsi. Además, en un contexto regional desestabilizado por los cambios regimentales en los estados del área, por la guerra civil siria, por la incertidumbre que aún presenta Irán y la persistencia del terrorismo, la agenda propia de la Hermandad Musulmana no parecía plenamente coincidente con el interés nacional egipcio definido por las Fuerzas Armadas a lo largo de 57 años. En consecuencia, esa agenda afectaba el carácter estratégico de Egipto en el área que, además de controlar el canal de Suez, es un socio occidental de primero orden (Estados Unidos ha asistido a Egipto desde 1948 con un total de US$ 71.6 mil millones y orientado alrededor de 25% de su asistencia militar en el 2011 mientras que la asistencia de la Unión Europea, que también ve en Egipto un socio estratégico, ha sido bastante menor aunque la UE es uno de los mayores donantes -alrededor mil millones de euros desde 1995-). Finalmente, el golpe de Estado en Egipto tiene una importancia mayor porque ha logrado restaurar cierta legitimidad a ese medio de toma del poder mediante su implícita aceptación general (la CNN argumentó que el gobierno de Morsi “había perdido la confianza de la población”). En el pasado inmediato, el instrumento de cambio de orden en el Medio Oriente ha sido la sublevación popular. Esto ha ocurrido también en Egipto (la oposición organizada alrededor del Frente de Salvación Nacional y del Tamarod terminaron reclamando la renuncia de Morsi luego de que este último recolectara millones de firmas para proceder en ese sentido). Pero el desenlace ha requerido del pronunciamiento militar. Y éste tiende a ser aceptado.


Por lo demás, si las revueltas populares en el Medio Oriente han merecido apoyo internacional y sus medios (entre los que destaca el uso intensivo de las tecnologías informáticas) y éstas han inspirado movilizaciones de otro orden en Europa y América Latina, el golpe de Estado podría tener también un cierto efecto demostrativo en la región. Vivimos tiempos complejos.


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