20 de junio de 2005
Si para todos está claro que la problemática del desarrollo ha cedido su lugar al combate de la pobreza en la agenda internacional (los Objetivos del Milenio así lo confirman), la realidad de la existencia de 2.7 mil millones de pobres en el mundo y de 1.2 mil millones que viven en pobreza extrema reclama la atención inmediata y eficiente de esa problemática mientras que la del desarrollo todavía puede ser debatida.
Por ello –y al margen de los intereses que cada potencia desee satisfacer- la reciente decisión del Grupo de los 7 de cancelar el 100% del stock de la deuda a un conjunto de países pobres altamente endeudados con el FMI, el Banco Mundial, el Banco de Desarrollo Africano y los países integrantes de ese Grupo, debe ser bienvendida por todos los integrantes del sistema internacional.
Como se sabe, la decisión se aplicará de inmediato a un grupo de 18 países, luego –en 12 a 18 meses- a otros 9 y luego a un grupo adicional. Aunque los beneficiarios del primer y segundo grupo son esencialmente países africanos, incluye a tres latinoamericanos: Bolivia, Honduras y Surinam.
En lo que hace a Bolivia el sustancial alivio financiero debiera constituir una bocanada de viabilidad para ese país cuando éste se mantiene al borde de la quiebra política. Pero en tanto la condonación seguramente ratificará los requerimientos de buena gestión macroeconómica definida bajo los parámetros de los organismos mutlilaterales, quizás no pocas de las fuerzas políticas emergentes en el vecino se muestren indispuestas a aceptar esa condicionalidad.
Al respecto, debe recordarse que, hacia mediados de la década pasada, Bolivia ya fue objeto de una reducción de deuda superior al 50% de la misma bajo facilidades otorgadas a los países pobres fuertemente endeudados. La disciplina impuesta mejoró la perfomance, pero ciertamente no la tranquilidad social y mucho menos ha minimizado el debate ideológico sobre la economía.
Si esta segunda condonación va reflejarse en la reducción del 63% de la pobreza existente en ese país, debiera suponerse que la aceptación de la condonación será mayoritaria. Sin embargo, la dimensión ideológica de su manejo en un contexto interno enardecido puede neutralizar si no su realización sí sus beneficios. Si ello ocurre, no será el modelo económico el más afectado –éste, después de todo, se ha flexibilizado- sino la posibilidad de lidiar con la exclusión social en un contexto de potencial menor presión financiera y de alta vulnerabilidad externa. Esta es la dimensión trágica que suele adquirir la confrontación ideológica en un escenario político intensamente fragmentado.
En efecto, la atención urgente del problema de la pobreza en Bolivia puede paralizarse desde dentro por la discusión económica en torno a la conveniencia del mantenimiento del statu quo, la reforma o la revolución económica. Los grupos radicales del occidente boliviano –aquéllos que proponen la nacionalización de los recurosos naturales y la estatización de la economía- tenderán a rechazar los términos de la condonación Y los grupos empresariales del oriente boliviano, en cambio, tenderán a aceptarla. Alguna transacción entre ambos podría encontrar sitio en la aproximación reformista al “modelo económico” si los más pobres en Bolivia desean añadir mejoras reales a su nueva capacidad de confrontación política.
A dilucidar ese debate podría concurrir el Grupo de los 7 planteando más claramente la disminución de la condicionalidad de su aporte fraccionando el problema: una parte de la reducción podría ser incondicional (y taducida en proyectos ad hoc) y otra sometida a los requerimientos de los multilaterales.
Para contextualizar el problema es bueno recordar que el trato a los países pobres altamente endeudados empezó a aplicarse por el FMI y el Banco Mundial desde 1996 a la luz de la extraordinaria magnitud de la exclusión global y de la insuficiencia de la asistencia externa para aliviar la insustentabilidad de la carga de la deuda. Para implementar las facilidades a este nuevo grupo de países los organismos requierieron desde un principio que los beneficiarios establecieran, prima faciae, un comportamiento verosímil de cooperación con sus disposiciones sobre gestión macroeconómica y reforma estructural.
Tales usos econonómicos debían ser generados primero por acuerdos interinos para, luego de consolidarse aquéllos, pasar a acuerdos definitivos de efectiva reducción de deuda. Bajo esta modalidad, el FMI y el Banco Mundial han reducido alrededor de US$ 58 mil millones la deuda externa a 27 países (24 de los cuales son africanos, confirmando la orientación regional de la facilidad).
El problema a considerar ahora es cómo convencer a los eventuales beneficiarios –especialmente a los no africanos- de que esas políticas van a generar crecimiento sostenido con mejor distribución, que la reducción se reflejará efectivamente en mejor gasto y que éste compensará a los más pobres por los beneficios no percibidos de la apertura de sus economías.
Esas preocupaciones deben estar presentes en el Grupo de los 7 en tanto muchos de los recursos liberados serán orientados a países con mínima gobernabilidad, alto grado de conflicto civil y, en no pocos, en situación de muy lenta reconstrucción. Los problemas internos sobrepasan en estos países a los cálculos de sostenibilidad de la deuda en función a sus exportaciones o sus ingresos.
Además de ello, dos problemas emergentes deben plantearse en torno a los denominados países pobres más altamente endeudados. El primero consiste en su altísima concentración regional que discrimina abiertamente en perjuicio de otras economías con problemas de sostenibilidad financiera. El segundo, radica en la creación de una nueva categoría de países que concentra el trato preferencial de los países desarrollados reduciéndolo a su versión financiera en perjuicio de una aplicación más amplia y efectiva (en negociaciones económicas, p.e) a países en desarrollo de acuerdo con lo establecido en diferentes acuerdos internacionales.
Si todos los miembros del sistema internacional deben contribuir a aliviar la insostenible carga de la deuda en países con alto grados de pobreza, esa obligación no pasa por la postergación de la solución del mismo problema en otros países pobres con algo más de solvencia. En estos países la disposición al pago debe poder ser acompañada con una mejor evaluación de la capacidad de pago con el doble objetivo de reducir la pobreza y mantener la confianza del sistema financiero internacional.
Para tratar este tema el diálogo con los países desarrollados debe ser más directo y menos intermediado. Al respecto el acceso al Grupo del los 7 no debiera ser monopolizado por el Grupo de los 15. Éste quizás podría ser complementado por el diálogo con regiones organizadas. Una vez establecida esa interacción, los problemas del desarrollo, más allá de los Objetivos del Milenio, deben ser devueltos a la prioridad de las agendas multilaterales.
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