El Fin de la āOperación Libertad de Irakā
- Alejandro Deustua
- 2 sept 2010
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El Presidente Obama ha proclamado, este 31 de agosto, el fin de las operaciones de combate de tropas norteamericanas en Irak. La culminación de la Operación Libertad, sin embargo, no pone fin a la guerra en ese paĆs (50 mil soldados permanecen en el terreno para facilitar la ātransiciónā de las responsabilidades de seguridad a las fuerzas iraquĆes), Irak no parece aĆŗn polĆticamente viable y la superpotencia se mantiene empeƱada en AfganistĆ”n.
¿Qué se ha ganado entonces? Luego de siete y medio años de actividad militar, pues la esperanza de un Irak estable, de cuyo logro depende ahora la definición de victoria, y el inicio del fin de la sobreextensión militar norteamericana.
El resultado se resume, en consecuencia, en el dudoso aislamiento de uno de los circuitos de ejercicio de la fuerza en el Medio Oriente en un sistema subregional en el que la fuerza es la expresión cotidiana del poder. Y se sintetiza tambiĆ©n en la posibilidad de que la primera superpotencia pueda recomponer parte de su poder creĆble y prestigio en un contexto subregional y global mĆ”s inestable que cuando empezó la guerra.
Ciertamente no era Ć©ste el resultado esperado cuando, en el 2003, se inició la invasión debido a la intransigencia del rĆ©gimen de Hussein en transparentar su situación estratĆ©gica (la posesión o no de armas de destrucción masiva), las dudas que sobre la existencia de esas armas emergĆan de la Agencia Internacional de las Naciones Unidas y la certeza que el gobierno norteamericano mostró sobre la existencia de esas armas ante el Consejo de Seguridad en despliegue diplomĆ”tico casi sin precedentes. Si, a los pocos meses, el objetivo del desarme parecĆa cuestionable debido a la evidencia de ausencia de ADMs, a la subestimación de las complejidades iraquĆes, al empeƱo inicial relativamente menor (aunque excesivamente tecnológico) de la fuerza invasora (que requerĆa combatir zona por zona y casa por casa) y a la desorientadora labor de inteligencia desplegada, la variación sucesiva de objetivos complicó su realización.
En retrospectiva, (que es la versión fĆ”cil del anĆ”lisis en contraste con la difĆcil decisión de los se embarcaron en la guerra y que, como nosotros, apoyamos ese esfuerzo que consideramos necesario), quizĆ”s no podĆa esperarse el logro completo de ningĆŗn resultado cuando, al cambio de los objetivos bĆ©licos, se sumó el cambio de su contexto (la pĆ©rdida de apoyo interno en Estados Unidos y sus aliados, el retiro anticipado de algunos de Ć©stos y una polĆtica económica norteamericana inconsistente con el esfuerzo bĆ©lico). Ello contribuyó sustantivamente a llevarse de encuentro la voluntad de triunfar a pesar del gran sacrificio que se continuó realizando. El Presidente Obama ha sobresimplificado esta situación cuando recuerda que el objetivo de la guerra apenas cambió transitando del intento de desarme de un Estado al del combate de la insurrección. El cambio de objetivos fue mucho mĆ”s complejo que eso. Y tambiĆ©n mĆ”s desordenado y desorientador partiendo del inicial marcado por una pĆ©sima inteligencia sobre la existencia de armas de destrucción masiva y reemplazado por otro de intervención convencional (el cambio de rĆ©gimen). Este objetivo, a su vez mutó, al de estabilizar militarmente el paĆs empujado por los requerimientos de la lucha contra el terrorismo y el de la necesidad de reconstrucción de un Estado imprevista por los planificadores.
Si todo ello se planteó en un escenario en el que, ademĆ”s de la lucha faccional y antiterrorista, se interactuaba con la complicación afgana y la intervención iranĆ, la superpotencia no podĆa ganar yendo de una meta a otra sin haber consolidado la anterior mientras que las facciones iraquĆes empujaban el caos al precio de cavar su propia tumba. Es en este contexto de inestabilidad y oscurantismo en que la evaluación del Ć©xito o fracaso debe medirse. En el marco de la precariedad evidente, esa evaluación debe incluir el proceso de organización institucional y democrĆ”tica en Irak. Ello se ha expresado en la adopción de una Constitución, la sucesiva e incremental participación popular en elecciones generales, la formación de organizaciones polĆticas que no sean facciones y la consecuente formación de gobiernos de vocación incluyente.
De otro lado, la base de la economĆa iraquĆ āla petrolera- se ha recuperado parcialmente, los servicios pĆŗblicos continĆŗan desarrollĆ”ndose y las fuerzas de seguridad iraquĆes desempeƱan un rol incremental aunque tambiĆ©n en el marco de la precariedad.
A lograr la estabilidad de Irak, que ahora dependerĆ” sustancialmente de su propio esfuerzo, deberĆ” seguir contribuyendo Estado Unidos. Sin embargo, si el Presidente Obama ha enmarcado ese apoyo en el Ć”mbito de la āasociaciónā, el inicio del retiro de los 50 mil efectivos (mĆ”s el aporte civil complementario) a partir del próximo aƱo no parece consecuente: la reconstrucción de Irak tardarĆ” mucho mĆ”s y el retiro del aporte reconstructor de los aliados no puede justificarse en la afirmación de que la guerra no puede ser indefinida.
La misma observación es pertinente en torno a AfganistÔn donde la intervención, con el apoyo de la comunidad internacional (y la del sistema interamericano) después del 11 del ataque a Nueva York, lleva ya una década. Si la comunidad internacional apoyó esa guerra en el marco de la lucha contra el terrorismo, ésta no puede desentenderse ahora del esfuerzo. Como tampoco parece sensato que Estados Unidos anuncie su retiro gradual en el futuro cercano.
Si es evidente que la reconstrucción de la economĆa norteamericana es el interĆ©s nacional prevalente en la primera potencia y la corrección de la sobreextensión militar la complementa, el vacĆo de poder en el Medio Oriente y el Asia Central no es aceptable. Si Ć©ste se incrementa, se incrementarĆ”n los costos de satisfacción del interĆ©s nacional norteamericano si este Estado desea mantenerse, en el largo plazo, como primera potencia.
Pero evitar ese peligrosĆsimo desequilibrio es tambiĆ©n una obligación comunitaria e interestatal. La primera debe expresarse en un incremento del rol de la seguridad colectiva en ese escenario (el Consejo de Seguridad debe pronunciarse) y la segunda en el logro de un nuevo balance de poder (que involucra a grandes potencias y potencias regionales) aunque Ć©ste serĆ”, por naturaleza, precario. Si el esfuerzo de paz palestino-israelĆ no es una variable desligada de ese escenario su fracaso tambiĆ©n lo serĆ”.
América Latina no puede excluirse de la participación en ese esfuerzo en la medida de sus posibilidades. De lo contrario, su reclamo de mayor influencia (especialmente el de sus potencias emergentes) se verÔ, en no poca medida, cuestionado y eventualmente absorbido por el incremento de la inestabilidad en el Asia Central cuyos mecanismos de transvase son de carÔcter transnacional (empezando por el narcoterrorismo). Este asunto no es puramente norteamericano.




