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  • Alejandro Deustua

Desanclados

El Perú, rodeado de vecinos atrapados en un ciclo de inestabilidad extrema, ya no puede escapar a su fuerza sino atenuar riesgos de mayor contagio luego de haberse incorporado a ese escenario por propia decisión.


Lastrado por una autoinflingida crisis institucional y por un endeble crecimiento quizás menor a 2.5% este año, el Perú no es precisamente una locomotora que pueda acelerar el 0.1% de crecimiento latinoamericano (Cepal) ni atenuar, con iniciativas que requieren liderazgo eficaz antes que ornamento diplomático, el rápido proceso de atomización regional.


Mientras Latinoamérica se desvanece, la aletargada perfomance global (2.9%) no proporciona respuesta de organismos ni potencias hemisféricas o atlánticas que han dejado de preocuparse por la región de manera perjudicial para su proyección global.


Esta situación presenta un serio desafío a nuestra política exterior que, jugando en otros tableros con instrumentos intangibles, no puede prescindir de su prioritaria y material realidad vecinal.


Hoy con Ecuador estancado (0% de crecimiento) y con negociaciones con el FMI revertidas por la calle y el nativismo, el necesario esfuerzo estabilizador de una economía deficitaria y dolarizada es condicionante de una relación con ese vecino que supere la mera cooperación fronteriza.


Menos dramática es la situación con Colombia, cuya ciudadanía se ha inscrito en la escalada de inestabilidad con demandas plurales que jibarizan a un presidente elegido hace apenas un año. Un intercambio económico bilateral más intenso ayudará a una relación fronteriza menos compleja que la peruano-ecuatoriana.


En cambio, dramática son ciertamente la violentísima crisis social chilena (que ha desbordado a la autoridad y afectado a la economía con mayor intensidad que un terremoto) y la polarización étnico-política boliviana (agravada por la irresponsabilidad de su asilado autócrata). Hoy la compleja interdependencia con esos vecinos debiera facilitar la cooperación pero puede impulsar indeseados flujos ilegales y el nacionalismo puede emerger como elemento cohesivo en alguno de ellos.


A ella se suma el explícito temor del Ejecutivo brasileño a la reacción popular (azuzada por el inescrupuloso Lula) a reformas necesarias para remontar una perfomance que lastra el crecimiento regional. Ello perjudica la relación bilateral aún contaminada por la corrupción institucional con que el vecino y el servilismo local han envenenado al Perú. Al respecto no hay más contrición brasileña que la delación eficaz.


Bajo estas condiciones, la precariedad integraciionista en el área no potenciará el muy escaso comercio intrarregional mientras se arruinan proyectos como la Alianza del Pacífico. Un diálogo político y de seguridad, en la OEA y ad hoc, que conduzca a esclarecimientos y resultados concretos parece indispensable.


Esperamos que la disfuncionalidad de una diplomacia demasiado ligada a la circunstancia presidencial no sea obstáculo al respecto.


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