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  • Alejandro Deustua

Cristina Fernández: ¿Sólo una Opción de Continuidad?

A pesar de su excepcionalidad, la elección de la Cristina Fernández de Kirchner a la presidencia de la República Argentina ha sido explicada por un lugar común: continuidad (o "más de los mismo" según parte de la prensa internacional).


Pero los anuncios de continuidad tienen evidente sustento. Considerando que la señora de Kirchner ha triunfado gracias al peculiar logro económico del gobierno de su esposo (labrado, a su vez, sobre las políticas desarrolladas por uno de sus contendores, el ex -ministro Roberto Lavagna), ciertamente es difícil anunciar un derrotero económico excesivamente correctivo del seguido hasta hoy.

Por lo demás, deshacer o modificar intensamente los elementos coadyuvantes a ese resultado parece, en principio, también complicado de predecir. Especialmente si la presidenta electa ha basado su campaña en el silencio sobre sus propósitos. Entre aquéllos se encuentran un presidencialismo fuerte, un Congreso sin mayor disposición a la fiscalización y un fortalecido entendimiento con los sectores menos favorecidos, entre otros.


Es más, si la inflación y la inseguridad ciudadana (que, según el consenso general, son los principales problemas que la presidenta electa deberá resolver) encuentran solución bajo el alero de las políticas del gobierno de Néstor Kirchner, el cambio parece aún menos razonable.


En efecto, una de las alternativas para atajar la inflación sería lograr más inversión que atienda el gran crecimiento del consumo sin necesidad de mayor ajuste mientras que el problema de la inseguridad podría ser confrontado mediante un mayor despliegue coercitivo cuyo aval en la magnitud del triunfo en primera vuelta no podría ser discutido.


Y si para ello se contará, según algunos medios, con la permanencia de los principales miembros del gabinete saliente, el énfasis en la continuidad parece reforzado pero ya no sólo mediante las políticas sino a través de la importante influencia del presidente Kirchner. Éste consolidaría, además, su poder si tiene éxito en la reconstrucción del movimiento peronista al que, según propias declaraciones, se dedicará.

A pesar de ello, es posible que la presidenta electa se vea en la necesidad de alterar lo que, en su percepción, pudiera ser sólo la segunda etapa de un gobierno kirchnerista (el que, a su vez, podría dar nacimiento a una tercera etapa eligiendo, dentro de cuatro años, al actual presidente).


En primer lugar, la inflación argentina probablemente no pueda ser corregida a través de un incremento de la inversión sin recalentar una economía cuyos fundamentos no son sólidos si se considera los estimados no oficiales. En efecto, los estimados extraoficiales de la inflación bordean el 20%, más que duplicando el estimado gubernamental (alrededor del 9%) que tampoco es sostenible.


Y ciertamente su corrección será imposible con un crecimiento del gasto público nominal de 48% este año (The Economist), un control de precios disfuncional que, entre otras cosas, ha generado crisis energética (por ausencia de nuevas actividades de exploración) en el contexto de mayor demanda y distorsión de precios. A ello debe agregarse tasas de interés irrazonablemente bajas (según, algunos, negativas). En algún momento esto deberá producir el primer gran cambio de política.


Por lo demás, para lograr el concurso de la inversión extranjera el nuevo gobierno deberá negociar con el Club de París US$ 7 mil millones de deuda externa. Ello supondrá otro cambio sustantivo de políticas en el trato de la deuda marcada hasta ahora por el unilateralismo (los tenedores de bonos argentinos recuerdan el formidable castigo de 75% de la deuda estimada originalmente en US$ 80 mil millones). Al respecto The Economist calcula que aún quedan US$ 20 mil millones en manos de bonistas que se negaron en cambiar sus papeles a valores reducidos y que deben ser renegociados o pagados.


Por lo demás, un trato con el FMI, entidad a la que el gobierno de Néstor Kirchner ha marginado por considerarla responsable de la gran crisis del 2001-2002, parece acá casi inevitable (el nuevo director gerente del FMI fue hasta Buenos Aires para lograr el voto de Argentina). Ello indicaría la disposición argentina a una reinserción en el mercado de capitales.


Si ello parece indispensable, la inserción regional también deberá cambiar. En primer lugar, el problema con Uruguay iniciado por ambientalistas argentinos a propósito de una fábrica de papel finlandesa en la "banda oriental" deberá resolverse si la cohesión del MERCOSUR se desea retomar. La prioridad que se otorga a ese mecanismo de integración deberá probablemente pagar además el razonable precio de la flexibilización del trato con terceros (el bloqueo de las necesidades de inserción externa uruguaya no pueden continuar sin grave costo para ese grupo) mientras que las urgencias económicas argentinas no podrán seguir siendo esgrimidas frente a Brasil para incumplir normas (un práctica que, a su vez, Brasil ejerce poniendo de manifiesto su prevalencia en ese mercado subregional).


La flexibilización eventual del MERCOSUR se sobrextenderá, sin embargo, si los respectivos gobiernos aprueban, como sucederá, la incorporación de Venezuela como miembro pleno. La presidenta electa ha dejado saber que la relación con Venezuela se mantendrá a pesar de la fricción que genera Chávez. Ese factor de perturbación, que colisiona con la cláusula democrática del grupo, irá creciendo conforme las clases medias argentinas vayan recuperándose económica y políticamente, la relación con la inversión extranjera madure y la relación con la Unión Europea y Estados Unidos mejore. Como resultado sólo hipotético de esa fricción podría emerger una disposición argentina a atenuar la influencia chavista.


De aquella evolución pro-occidental ha dado señas ya la presidenta electa que, al tiempo que negaba entrevistas con la prensa de su país, se presentaba ante las autoridades europeas y norteamericanas (en reconocimiento, la francesa Segolene Royal concurrió a saludar a la presidenta electa). Ello no es muestra de frivolidad sino de la necesidad argentina de normalizar sus vínculos con los interlocutores externos ahora que está en mejor pie para seguir la huella de Brasil como potencia emergente.


Tal evolución implicará un cambio sustantivo de la percepción del interés nacional. Si durante la etapa de gestión y superación de la crisis Argentina exacerbó la definición de ese interés anteponiéndolo radicalmente a sus instituciones (la marginación del Congreso), a la opinión pública (la cancelación de la interlocución con la prensa) y a sus vecinos (el caso del corte súbito de provisión de gas a Chile para atender la demanda nacional sin que la oferta fuera suficiente), esa percepción podría ahora ser menos absolutista.


En efecto, en el marco de un fuerte crecimiento económico (una progresión de 8.8%, 9%, 9.2% y 8.5% para el período 2003-2006 según CEPAL) y de fundamentos eventualmente fortalecidos, Argentina podría adoptar una versión menos centrípeta de sus propias necesidades. Si ello va acompañado con una disposición cooperativa mayor, la región se fortalecerá. Ese beneficio podría potenciarse si la presidenta electa distribuye mejor el poder dentro de su país sin llegar al punto de la ineficiencia como lo ha dejado entrever en su primer discurso postelectoral.

A ese cambio habrá que agregar lo evidente: la aparición de primera mujer electa en Argentina en el marco de un clan político peronista que logra, además, el concurso de un prominente miembro del opositor partido Radical (Julio Cobos). Ello marca una transformación sustancial en el liderazgo político de ese país en el contexto de una fuerte crisis de representación.


Sin embargo, si la continuidad no evoluciona hacia el cambio correctivo sino hacia la inflexibilidad, entonces podemos adelantar otra crisis para Argentina.



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