La importancia de las regiones en el escenario global sigue siendo una realidad incontrastable. Por lo demás, aunque cada Estado reclame una cierta especificidad en el ámbito regional, éste tiene una dimensión propia y multidimensional que a nadie escapa.
Ello ocurre aún en los sectores más integrados como el económico (p.e. en el ámbito comercial, el intercambio intra regional predomina sobre el interregional mientras que en el financiero, el riesgo regional sigue teniendo una calificación específica como es el caso del Embi América Latina).
Por lo demás, no hay región sin potencia regional o que aspire a serlo. Normalmente ese status va ligado a un rol de liderazgo sea éste autoproclamado, reconocido por terceros o ejercido de facto. Si ese rol es legítimo y se sustenta en capacidad real, la estabilidad regional será mayor que en ausencia de él.
En el caso del Brasil esas tres variedades del liderazgo se ejercen y registran pero sus autoridades no desean reconocerlo plenamente. En consecuencia, la estabilidad suramericana depende más de las interacciones inorgánicas de múltiples actores y es, en consecuencia débil (aunque menos inconsistente que en otros escenarios).
En el caso del Brasil estamos frente a un caso atípico en tanto el Estado que ejerce el liderazgo otorga a su status y a su influencia extra -regional calidades que aspiran al reconocimiento universal, pero simultáneamente prefiere atenuar considerablemente el perfil de su rol regional. Ello resta al ejercicio del liderazgo eficacia e influencia afectando tanto al Estado que lo ejerce como a los vecinos.
Tal situación anómala acaba de ser reconocida por el ex ministro de Planeamiento del Brasil Luis Fernando Forlán en una entrevista publicada por América Economía. Ésta realidad tiene una larga historia aunque su antecedente más reciente es el abandono oficial, en 1988, de la política de competencia con la Argentina. Y su motivo más evidente reside en el ánimo brasileño de no despertar la desconfianza vecinal que predominó hasta la década de los 70 del siglo pasado.
Pero estas explicaciones, no disminuyen las ineficiencias y desequilibrios que se derivan de la indisposición brasileña a ejercer un liderazgo más visible que contraste menos con la potenciación de su influencia global. Una consecuencia de esa disparidad de conductas, probablemente basada en un una lectura extrema de la prudencia, es el incremento de la incertidumbre regional en situaciones de crisis como la actual. Ello agrega desorden y fragmentación a los contrastantes principios y orientaciones que comandan las divergentes políticas de los Estados suramericanos.
Como es conocido Brasil no sólo es la primera potencia económica, tecnológica y geopolítica de la región sino que además se define globalmente como potencia emergente integrante de una nueva instancia de poder (cuyo ejemplo son los BRICs). En consecuencia, Brasil solicita abiertamente apoyo regional para lograr la calidad de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU y el reconocimiento incuestionado de su status como interlocutor privilegiado del G8 y de co-líder del G22 (en la OMC) lo que conlleva un alto grado de representación regional.
Por lo demás, Brasil no se opone a que Estados Unidos le haya reconocido en diversas oportunidades el carácter de líder regional (lo hizo Nixon y también Clinton) y mucho menos a que la Unión Europea lo consagre como socio estratégico (quebrando el "espíritu de bloque" del MERCOSUR cuando la UE negocia en bloque con él a diferencia del comportamiento que practica la entidad europea con la CAN).
Y sin embargo, el gobierno del presidente Lula prefiere que su Estado no traduzca ese status en la región. Puede que ello sea comprensible en épocas de estabilidad en tanto esa potencia no desea ser percibida como Estado hegemónico mientras vigila diez fronteras y desea proyectarse extra regionalmente sin mayores ataduras locales. Aunque ello sea contradictorio con la dimensión que Brasil otorga a Suramérica (una plataforma de identidad) el argumento parece razonable.
Especialmente si Brasil desea para sí el rol de activo participante en la solución de controversias regionales, no desea desatar nuevamente competencia con los vecinos y si su aspiración a mantener la confianza colectiva constituye para él un interés prioritario.
Pero esa disposición deja de ser sensata cuando el comportamiento de ese Estado no coincide con su status en momentos en que otras potencias -como Venezuela- sí buscan alterar el equilibrio regional, la región se fragmenta o cuando la crisis económica internacional amaga a Suramérica.
En el primer caso, la ambivalencia brasileña ha permitido el incremento de la disposición desestabilizadora de Chávez (que no es, quizás, la de Venezuela). En el segundo, Brasil ha carecido de iniciativa integracionista poderosa desde que coadyuvó en el 2000 a establecer el proyecto IIRSA. Y en el tercero, la coordinación de políticas entre Estados con principios económicos afines para minimizar el impacto de la crisis económica no parece ser aún una disposición brasileña.
La consecuencia de ello es un mayor desorden y fragmentación regionales. Ello constituye un riesgo para muchos que debe ser administrado por los afectados. Si Brasil no desea tomar la iniciativa, el Perú, Chile y Colombia, entre otros, debieran hacerlo.
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