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  • Alejandro Deustua

Biden: Recuperación y Economía de Guerra

La primera semana del gobierno del Presidente Biden ha estado signada por el mandato de una gran cantidad de “acciones ejecutivas” (una veintena aprox.) que ordenan las prioridades de su gestión y pretenden revertir políticas del expresidente Trump.


En tanto muchas de estas disposiciones deberán presentarse al Congreso para adquirir fuerza de ley es posible que muchas de ellas no adquieran ese rango debido a la composición del Legislativo norteamericano. Si bien, el partido Demócrata tiene mayoría en ambas cámaras, ésta no parece suficiente para pasar normas que requieren mayoría calificada (el “filibuster”). En consecuencia, estaríamos frente a un señalamiento sustancial de políticas cuya implementación será algo más complicada.


El ámbito de esas políticas se enmarca en cuatro prioridades específicamente señaladas por el nuevo presidente: la lucha contra la pandemia, la asistencia y reactivación económicas, el acceso igualitario a los servicios públicos evitando la discriminación racial y la lucha contra el cambio climático.


En ese marco sobresale un nuevo plan de estímulo económico por US$ 1.9 millones de millones por encima de los US$ 900 mil millones aprobados por el gobierno anterior y orientados a la recuperación económica y social de la primera potencia. Ello incluye añadir a la transferencia ya legislada a personas por US$ 600, otros US$ 1400; US$ 400 semanales de apoyo a los desempleados; 15% de incremento en ayudas alimentarias; US 20 mil millones de mayor financiamiento para el programa de vacunas; y un sueldo mínimo de US$ 15 por hora (empezando por empleados federales).


La propuesta no es sólo asistencial. Su objetivo también consiste en incrementar la capacidad adquisitiva de los ciudadanos pobres y de clase media y, por tanto, aumentar sustancialmente la demanda nacional.


Aunque ese “paquete” será arduamente debatido en el Congreso (y por tanto, es razonable esperar su reducción), la convicción presidencial de que la dimensión y complejidad de la crisis norteamericana obliga a adoptar grandes decisiones no arredrará.


Y mucho menos cuando el presidente ha definido adecuadamente la dimensión histórica de la misma: el choque sanitario es equivalente a un desafío bélico (aunque el término “guerra” deba reservarse a su definición tradicional). Por tanto, las medidas para combatirlo deben tener ese encuadre (la pandemia ha producido ya más muertes que las bajas norteamericanas en la Segunda Guerra Mundial según el presidente -ese estimado, sin embargo, podría también incluir también a todos los fallecidos de esa nacionalidad en la Primera Guerra Mundial-).


De allí que el Sr. Biden haya invocado el Acta de Producción para la Defensa (Defense Production Act) para generar el material y servicios necesarios en el combate contra una pandemia de destrucción masiva. Si ésta requiere normativamente un esfuerzo máximo de “tiempos de guerra” para la implementación de la Estrategia Nacional de Respuesta y un horizonte de 600 mil fallecidos norteamericanos en el transcurso de ese empeño (hoy más de 400 mil), entonces la lógica es sensata.


Pero su implicancia es tan potente que parece trasladarse a otras áreas. Por ejemplo, al plan Biden de rescate del sector industrial bajo el viejo eslogan de “Buy American” (copiando sólo nominalmente al establecido en el gobierno de Reagan reemplaza a “America First de Trump).


Este implica “hacer lo necesario” (una frase recurrida por los bancos centrales y multilaterales para el rescate de las empresas bancarias durante la última crisis financiera) para no quedar relegado en el escenario de la competencia global, emprender la reconstrucción de negocios de la economía real, modernizar la infraestructura, disminuir la vulnerabilidad del sector industrial y luchar contra el desempleo.


Como es evidente, esa medida tendrá un fuerte impacto internacional. Especialmente si ella implica la redefinición de la política norteamericana de compras estatales (un mercado anual de US$ 600 mil millones) en términos no vistos desde la Segunda Guerra Mundial. Ella implica el pleno privilegio de los proveedores norteamericanos sobre los internacionales.


El fuerte sesgo nacionalista de esta política ya ha desatado preocupación en los socios de Estados Unidos que ven en esa disposición el peligro de afectar las cadenas internacionales de valor ya establecidas (como lo ha destacado el Primer Ministro canadiense Justin Trudeau).


Y quizás motive también una revisión de los acuerdos de libre comercio suscritos entre la primera potencia y países que, como el Perú, han comprometido cláusulas de compras estatales abiertas al exterior (y que el señor Biden no tiende a ver como poco favorables si no benefician al empleo norteamericano).


En cualquier caso, una consulta mayor se impone bajo la premisa de que el sistema internacional parece adentrarse crecientemente en una era de economías menos abiertas, de decadencia de los mecanismos de cooperación en situaciones extremas (p.e. las vacunas) y con otros patrones de interdependencia. Esa tendencia ha sido apurada por la pandemia y, ahora, por el mencionado marco “bélico” de la economía de la primera potencia.


Si éste fuera el caso, es necesario preguntarse si ese escenario durará lo que dure la “guerra” sanitaria y económica y si una vez concluidas éstas, retornaremos a una nueva versión de liberalismo económico. O, si por el contrario, una nueva dimensión del capitalismo con un mayor rol del Estado ha llegado para quedarse sea en una versión dura (China, Rusia,), intermedia (un nuevo Estado de bienestar) o benigna (una economía más “verde e inclusiva” que ya promueve discursivamente el FMI.


Y ¿será éste es el precio económico a pagar para restablecer la cohesión política en Occidente? De momento, y sin flexibilizar un ápice su posición económica, el presidente Bidenya está empeñado en recuperar el sistema de alianzas occidentales que Trump fracturó seriamente.


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