16 de Agosto de 2006
Si alguien tiene dudas en torno al potencial de proyección del conflicto del Medio Oriente hacia América Latina, allí están para absolverlas la relación especial establecida entre los presidentes de Venezuela e Irán.
En efecto, el señor Hugo Chávez en reciente visita a su colega iraní Mahmoud Ahmadinejad acaba de compartir con él odios antimperialistas y antisemitas. Es más, éstos han sido condimentados con deseos mutuos de que “lluevan rayos” sobre Estados Unidos e Israel. En tanto esta nueva versión del Apocalipsis se realiza en épocas de apogeo terrorista, aquélla puede entenderse como un estímulo abierto a los grupos que emplean esos medios no convencionales de lucha. Es más, extralimitando el ámbito de la fraternidad bolivariana, el presidente Chávez ha avalado, literalmente de la mano de Ahmadinejad, la política iraní de desarrollo nuclear. Y lo ha hecho con la intención de que esa política se propale al resto de los países de la OPEP justo cuando el Consejo de Seguridad de la ONU ha reclamado formalmente a Irán que ponga fin a su programa nuclear y acepte la supervigilancia de la Organización Internacional de Energía Atómica que sospecha que el programa iraní no tiene sólo fines pacíficos.
De esta manera, los Estados suramericanos que insisten en fundamentar su política exterior en la supuesta ventaja geopolítica que otorga la lejanía de los principales centros de conflicto tendrían que revertir sus premisas: a través de la alianza venezolano-iraní, el presidente Chávez está atrayendo a Suramérica el principal conflicto regional del mundo (el del Medio Oriente) que, como lo sostiene la ONU, altera la paz y la estabilidad mundiales. Y lo hace tan hostilmente como lo realizó en 1960 la Cuba castrista en relación con la Unión Soviética. Aunque con una notoria diferencia estratégica. En efecto, mientras que Castro, buscó después de 1959, el amparo de la superpotencia comunista al punto de convertirse en detonante de una inminente guerra nuclear (la crisis de los misiles de 1962 que felizmente se desactivó), Chávez ha llevado su apoyo a Irán, como pretende hacerlo con Corea del Norte, en una gira que busca la construcción de una alianza anti-occidental de amplio espectro. Su herramienta es el poder petrolero transformado en promotor de la proliferación nuclear y de conflictos regionales como instrumento de cambio del sistema internacional y de promoción de potencias emergentes antisistémicas.
Para ello Chávez requiere de la filiación castrista de manera que ésta sustente su legitimidad y proyección ideológicas. Es evidente que con ese objetivo el presidente venezolano se ha mostrado en La Habana como heredero, mentor o par del dictador cubano dependiendo de la interpretación que merezca esa visita. Ésta, por lo demás, ha mostrado que aún sin Castro, una versión del castrismo estará vigente en Suramérica. Si éste ya tiene una dimensión formal (la alianza cubano-venezolana), ahora querrá adquirir una dimensión más permeablemente bolivariana e internacionalista si cabe. Es posible que, al respecto, la vía de la diplomacia de los petrodólares y de los cooperantes sea sólo uno de sus instrumentos. Por lo demás, a la luz del “nuevo pensamiento estratégico” chavista, el vínculo de Venezuela con las potencias afiliadas al radicalismo islámico y al radicalismo comunista sólo puede interpretarse como un intento de crear un suerte de Guerra Fría extremadamente inestable, militarista y beligerante en Suramérica y el mundo. Es evidente que este planteamiento parece extravagante. Y lo es… pero el señor Chávez cree en él y desea aplicarlo. En consecuencia, los miembros del sistema interamericano, de la apresurada Comunidad Suramericana de Naciones y del Mercosur no pueden seguir considerando la relación con Venezuela sólo como un vínculo “integracionista” o constructor de la “patria grande” que hay que saber administrar aceptando el tutelaje del “padre Bolívar” (como opinan algunos miembros del gobierno) o absorbiéndolo (como ingenuamente buscan los socios del Mercosur).
Si Chávez desea traer a Suramérica la beligerancia del castrismo y del fundamentalismo islámico, es legítimo que las democracias representativas de nuestra región planteen una enérgica respuesta política y estratégica (la contención es una alternativa) a la megalomanía chavista. En ese contexto, brindar apoyo para que Venezuela forme parte del Consejo de Seguridad (como lo han hecho los miembros del Mercosur) constituye una extraordinaria imprudencia.
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