La relativa rapidez con que las economías emergentes superaron el último ciclo de fuerte volatilidad financiera en la década de los 90 del siglo pasado dio la impresión de que la vulnerabilidad de este tipo de economías se había reducido fuertemente a la par que éstas ganaban peso e influencia en el mercado global.
En efecto, el encadenamiento de las crisis mexicana de 1994 (que sorprendió a los Estados Unidos no bien éste suscribió el NAFTA), la crisis asiática de 1997, la crisis rusa de 1998 y la brasileña de 1998-1999 fue resuelto con reformas de rápido efecto y asistencia externa devolviendo confianza al mercado y estabilidad relativa a las economía afectadas y a sus regiones.
Parte de este diagnóstico sucumbió, sin embargo, con la crisis argentina del 2001. Ésta implicó la cesación de pagos de uno de los mayores emisores de deuda soberana de las economías emergentes. Bajo condiciones de extraordinaria crisis política (que implicó la renuncia del Presidente de la Rúa y una secuencia rápida de sucesores), de postración económica local (especialmente en las provincias argentinas que, tras endeudamientos extraordinarios, secaron sus fondos) y de temporal confiscación de ahorros privados a través del “corralito” (debido a la fuga masiva de divisas), el Presidente Kirchner anunció que pagaría la deuda soberana fuertemente castigada (una “quita” de 75%).
Este propuesta se oficializó en el 2003 y se materializó en el 2005 con una “quita” de alrededor de 70% que los acreedores debían aceptar escogiendo entre tres tipos de bonos. En el 2010 el gobierno argentino reabrió la negociación para incorporar a los que no habían aceptado negociar.
Pero por fuera quedaron 7% del total de bonistas que insistieron en mantener sus acreencias (“holdouts”) a través de subsidiaras de fondos de cobertura. Éstos, como NML Capital y Aurelius entre otros, compraron deuda barata pensando en cobrarla después por la vía judicial cuando el momento llegara.
El momento llegó en 2012 cuando parte de los tenedores del restante 7% de bonistas apelaron a la jurisdicción neoyorquina y obtuvieron de ella la declaración de Argentina como agente violador del principio de no discriminación entre acreedores (el pari passu). Luego de que la Corte Suprema norteamericana se negara a revisar la sentencia del juez Griesa, éste ha confirmado que Argentina no puede pagar al 93% de los acreedores mientras no pague primero a parte del 7% restante (cerca del 1% del total).
Argentina ha declarado que la sentencia es de imposible cumplimiento tanto intrínsecamente como por sus consecuencias (si Argentina paga a los “holdouts” los titulares del resto de la deuda reestructurada -el 93%- podría exigir un pago mayor por sus acreencias al margen de las condiciones ya establecidas mientras el resto de “holdouts” podrían aprovechar la sentencia del juez Griesa.
Ello implica que en el plazo de un mes más o menos, el gobierno argentino entraría en un nuevo default aunque haya depositado ya US$ 1 mil millones de un total de US$ 1300 millones para el pago de sus acreencias con el 93% restante si la sentencia del juzgado neoyorquino se mantiene. En un intento de que ello no ocurra, un mediador está a disposición negociadora del gobierno argentino y del fondo en cuestión.
Frente a ese panorama el gobierno argentino evalúa recurrir a su propia jurisdicción y a la Corte de La Haya. Para ello tendría el apoyo del resto de los acreedores (ya expresado mediante el recurso amicus curiae y, según algunos, hasta de la Secretaría del Tesoro norteamericana, del Club de París –a cuyos miembros Argentina viene pagando la deuda renegociada- y quizás hasta del FMI).
Mientras tanto, la OEA sin el explícito voto a favor de Estados Unidos ni de Canadá (pero tampoco con su oposición, en apariencia) ha emitido una declaración política respaldando a Argentina. Este respaldo se refiere expresamente a la necesidad de que ese país siga pagando su deuda (es decir, a una obligación transformada en derecho) y al requerimiento de estabilidad y de predicibilidad de los acuerdos financieros que el sistema debe proteger.
En tanto esa declaración política no tiene ningún efecto vinculante ésta implica más bien presión sobre el tribunal neoyorquino, solidaridad regional y preocupación por las consecuencias de una nueva cesación de pagos argentina en la región. Con una inflación de 34%, una bajísima perfomance (0.5% para el año según el FMI) y una perspectiva deteriorada (1% de crecimiento en el 2015), la vulnerabilidad de esa economía es alta.
Si a la pérdida de confianza (expresada tantas veces en fuga masiva de capitales) se añade la cesación de pagos en Argentina es posible que el resultado (una fuerte devaluación adicional, por ejemplo) impacte en su socio regional principal, Brasil, que pasa también por momentos económicos difíciles. El consecuente incremento del riesgo regional será un problema para el conjunto del MERCOSUR. Y aunque los miembros de la Alianza del Pacífico destaquen relativamente por su solidez macroeconómica, ésta podría ser superada por la desconfianza global y la inestabilidad política consecuente.
Bajo estas circunstancias los países de la región deberían hacer ver al juez neoyorquino, a la Corte Suprema norteamericana y a las autoridades monetarias y económicas multilaterales que su respaldo político a la Argentina implica el apoyo al derecho de un Estado a que ejerza su disposición a cumplir con sus obligaciones con una fuerte mayoría de acreedores y que la estabilidad financiera regional no está para tafetanes.
Ello no implica el aval a la “quita” argentina y sí un límite a los afanes especulativos de los fondos de cobertura que, más allá de la irresponsabilidad de la gran banca, han contribuido a producir la gran crisis financiera de los países desarrollados de cuya remanencia el mundo todavía es testigo.
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