20 de agosto de 2021
La retirada de las tropas norteamericanas de Afganistán (que quizás sea un proceso más largo de lo pensado) es un drama con un muy alto costo potencial en vidas afganas y en la capacidad de influencia de Estados Unidos. Quizás marque un cambio de época en torno al rol percibido de la primera potencia y en la distribución de poder en Asia Central.
Ello a pesar de que el desborde y la dimensión caótica de la retirada parecer ser más un problema de mala ejecución de una decisión tomada hace tiempo que una súbita y traicionera acción militar de los ejércitos de la superpotencia. No por ello el hecho es menos grave si se tiene en cuenta la sensación de sorpresa y escándalo que dicha acción ha tenido hasta en los aliados de la OTAN en el terreno (especialmente Alemania y el Reino Unido) y en la prensa norteamericana y la de los aliados.
Pero el hecho es que esta decisión se tomó en el marco del acuerdo suscrito por Estados Unidos y los talibanes en Doha en febrero 2020 comprometiéndose el primero a retirar sus fuerzas en 14 meses (mayo de 2021) a cambio de que los talibanes dejaran de realizar acciones terroristas adicionales y a no permitir que Afganistán fuera usado como base terrorista por ninguna entidad (p.e. Al Qaeda). Este último requerimiento ya había sido establecido por la ONU en 1999, antes del ataque a las torres gemelas.
Cuando se suscribió el acuerdo ya Estados Unidos había desescalado el despliegue de tropas desde alrededor de 100 mil (2010) a 13 mil luego de que el Presidente Obama se comprometiera a un recorte progresivo de tropas desde el 2011 (año en que se dio muerte a Osama Bi Laden en Pakistán). Las fuerzas norteamericanas remanente se limitarían a entrenar a la fuerza armada afgana (que, no obstante haber perdido alrededor de 69 mil efectivos en la “guerra contra el terrorismo” –Brown University-, al final se desbandó dejando en manos enemigas el armamento que le fue provisto) y a terminar con el resto de Al Qaeda (el grupo terrorista que comandaba Bin Laden) (CFR).
En consecuencia, se puede afirmar que los compromisos sobre el retiro de tropas norteamericanas tuvieron el respaldo consensual de tres presidentes: Trump, Obama y Biden.
A ello se agregó la negociación entre el gobierno afgano y los talibanes realizadas también en Doha el 2020 en búsqueda de cierta estabilidad interna en el proceso de retiro militar. Como es evidente, este compromiso no se ha cumplido.
Es más, el Congreso norteamericano discutió estos compromisos. Sobre el particular no hubo grandes desencuentros entre los parlamentarios sobre el fondo de la materia pero sí sobre la conveniencia de fijar el retiro a una fecha predeterminada inflexible. Lo ocurrido en el retiro de fuerzas (y lo que viene) justifica, ex post, la razón de quienes se negaban a la fijación de esa fecha.
Como se sabe, el Presidente Biden cambió la fecha original de retirada (1 de mayo de 2021) establecida en el acuerdo de Doha del año pasado con el fin de tomar las precauciones del caso y lograr ese propósito hacia el 31 de agosto.
Pero esa extensión del plazo tampoco ha sido suficiente para el retiro ordenado del conjunto no militar de norteamericanos en Afganistán (que sumarían alrededor de 10 mil entre asesores, asistentes, “contratisas”, integrantes de ONG, etc), ni para el de las tropas aliadas (Alemania, con 1200, tiene el contingente mayor en el marco de la Fuerza de Asistencia Internacional de la ONU cuya misión es entrenar a los ya auto-disuelta fuerza armada afgana –DW-), ni para los colaboradores de las fuerzas de los miembros de la OTAN y asociados (alrededor de 50 países han contribuido al esfuerzo militar de un par de décadas). Este conjunto de militares y civiles serán extraídos pero el plazo del 31 de agosto puede ser estrecho al respecto.
Sin embargo, una buena mayoría de colaboradores afganos quizás no podrán beneficiarse de ese emprendimiento. Ellos forman parte principal del drama humano emergente si se tiene en cuenta la eventualidad de que los talibanes no cumplan con los acuerdos de Doha.
Una víctima adicional de la decisión norteamericana es la cohesión de las fuerzas aliadas en el marco de la OTAN. La hipótesis al respecto consiste en que, si bien los Estados miembros de la Alianza Atlántica estaban al tanto del compromiso de retiro, no parecen haber estado sido convocados para las coordinaciones de implementación final del mismo. Tal realidad parece inverosímil pero la sorpresa con que han reaccionado alemanes y británicos indica que efectivamente esa coordinación final no ocurrió.
Para aclarar el panorama, los aliados de la OTAN han convocado a una reunión de cancilleres de los Estados miembros de la alianza a la brevedad.
El punto es extremadamente importante porque esos aliados concurrieron al escenario al amparo del artículo 5 de la carta de la OTAN que establece que la agresión a uno implica la respuesta de todos. La agresión fue la de Al Qaeda con base en Afganistán que atacó las torres gemelas el 11 de setiembre de 2001 luego de entrenarse en Estados Unidos. Como consecuencia los aliados de la OTAN se sumaron a la respuesta militar en Afganistán liderada por el presidente Bush que derivó en la política de “guerra contra el terrorismo”.
Luego de 20 años de esfuerzos conjuntos liderados por la autoridad de la primera potencia, de haberse logrado en 2001 y 2003 mandatos de la ONU para el entrenamiento de fuerzas afganas (la ISAF), de la resolución del Consejo de Seguridad de 1999 que prohibía el uso de territorio afgano por fuerzas terroristas; y, con posterioridad al logro nominal de los objetivos estratégicos establecidos, resulta increíble la realidad de que los aliados no hayan sido adecuadamente informados para adoptar una estrategia común de retirada final. Si este fuera el caso, la cohesión de la principal alianza militar de Occidente y del mundo puede estar en cuestión. Con seguridad cada Estado miembro sacará sus propias conclusiones acerca de la confianza que merece el liderazgo operativo norteamericano.
Ello repercutirá adicionalmente en la política exterior de la primera potencia en tanto la duda aliada sobre la capacidad de compromiso norteamericano pondrá en cuestión la afirmación de que Estados Unidos ha regresado al escenario internacional (“America is back”) luego de los esfuerzos aislacionistas de Trump. Ésta es una segunda consecuencia que se agravará con una mayor polarización de la ciudadanía norteamericana (Fukuyama).
En tercer lugar, el predominio estratégico norteamericano será adicionalmente desafiado por potencias rivales en tanto el retiro de Afganistán se perciba como una demostración de debilidad efectiva con proyección de largo plazo.
Una cuarta consecuencia es la que genera el vacío de poder dejado en Afganistán por Estados Unidos, la OTAN y la ISAF. Ese vacío será fácilmente llenado por rivales sistémicos y regionales de la primera potencia.
Entre los primeros, China es el único que cuenta. Su influencia se incrementará a partir de la presencia económica que ya tiene en el terreno y en el de la provisión de armas. Entre los segundos se considera a Rusia (que, luego de su propia retirada en 1988 tras haber invadido el país asiático en 1979, no desea que el terrorismo afgano se expanda en territorio de ex -repúblicas soviéticas con gran predominio musulmán y, a propósito de ello, busca ampliar su influencia estratégica en la zona); a Irán (principal proveedor de armas para los talibanes -con los que mantiene también vínculos teocráticos- y principal agente de conflicto en el Medio Oriente incluyendo la escala nuclear); y Pakistán (en cuyo territorio los talibanes encontraron refugio y resguardo del que disfrutó Bin Laden).
Este conjunto de dinámicas geopolíticas erosionará la posición de la India en la zona y en Océano Índico que también es un escenario de fricción entre China y Estados Unidos.
Por lo demás, la economía del narcotráfico (el opio, cuyo tráfico se aproxima a la mitad del PBI afgano según la ONU –EP-) puede incrementar su dinamismo transnacional encontrándose con las cadenas del narcotráfico suramericano.
En este escenario, Colombia, que ha prestado asistencia a la lucha contra el narcotráfico a Afganistán, puede quedar debilitada como un agente principal en la lucha contra ese flagelo y la influencia que ello genera y, si los talibanes consolidan el poder, puede convertirse en un objetivo terrorista en la región. Ello complicará el escenario suramericano ya enturbiado, en alguna medida, por la presencia iraní.
Finalmente, el efecto reflejo de un incremento del conflicto afgano puede alimentar otros conflictos regionales en el mundo. Es hora de evaluación y de adoptar las prevenciones del caso.
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