Es posible que el aniversario de la invasión aliada a Normandía el 6 de junio de 1945 contribuya a aliviar la tensión surgida entre Occidente y Rusia. Para empezar, el Secretario de Estado John Kerry y Canciller Sergey Lavrov, de un lado, ya han tomado contacto operativo y, del otro, el Primer Ministro Cameron se ha entrevistado con el Canciller ruso en Francia, sin darse la mano frente a cámaras, buscando formas de desescalar la crisis.
Pero el trato diplomático de la materia tiene múltiples canales. Luego del vago discurso sobre política exterior norteamericana que el Presidente Obama brindó en West Point, la retórica norteamericana ha subido de tono en Varsovia y el G7, luego, se ha ocupado de afirmar la cohesión programática occidental en múltiples áreas de política exterior (Siria, Libia, Irán, Corea del Norte, Afganistán, República Centroaficana y Mali) pero especialmente frente a Rusia.
En Varsovia el Presidente Obama asumió la representación de la OTAN sin dar explicaciones y blandió su más potente instrumento de seguridad colectiva: el artículo 5 del tratado constitutivo que contiene el corazón de la alianza (la agresión a uno es la agresión a todos y en consecuencia se actúa).
Esta alusión fue orientada a fortalecer en los europeos la sensación de seguridad seriamente afectada por la anexión rusa de Crimea y la implicancia de la reorientación del foco de la política exterior norteamericana en Asia (donde el Presidente Obama acaba de realizar una gira dominada por la reiteración de compromisos de seguridad).
Si hasta hace 1991 Estados Unidos se agenciaba de capacidades y estrategias para librar guerras simultáneas en dos frentes, en el 2014 debe ejercer una diplomacia que compromete el interés nacional al más alto nivel en esos dos frentes. Pero si en ese marco sostiene que liderará “con el ejemplo”, su política exterior tendrá que ser aclarada y redefinida.
Especialmente cuando ha reiterado el esfuerzo norteamericano en Europa aunque a un costo menor (US$ un mil millones que deberá ser aún aprobado por el Congreso) y con menor esfuerzo (la rotación de tropas en Europa y pre-posicionamiento de equipos, especialmente en Europa Central, antes que un imposible gran despliegue si toma en cuenta el casi trillón de dólares que deberá recortar del presupuesto de Defensa en la próxima década).
De allí que haya recomendado a Ucrania que siga el ejemplo de Polonia que supo luchar por su libertad en soledad en no pocas oportunidades (historia que relató el Presidente Bornslaw Komorowki-) y cuyo último logro hoy conmemora su 25º aniversario (y el 15o de su membresía en la OTAN).
Ese ejemplo, que implica que los europeos incrementen sus propios esfuerzos de seguridad (incluyendo el cumplimiento con sus cuotas en la Alianza), compromete, asumimos, a Estados Unidos no sólo por razón de la OTAN sino por motivos de su propia nacionalidad: el Presidente Obama recordó al respecto que Chicago es un baluarte de inmigrantes polacos (y si lo es, su ciudadanía no sólo aplaudirá su compromiso con ese Estado sino con sus vecinos, especialmente si Rusia es el adversario infractor).
Del carácter de esa infracción se ocupó en tono marcial el Presidente norteamericano en Varsovia y en tono de agenda corporativa el G7 en Bruselas (que, sin Rusia no sólo no es el G8 sino que no congrega a todos los países desarrollados de Occidente a pesar de que, por razones estratégicas, incluya a Japón).
En efecto, el G7 (que ya no es sólo un grupo económico), además de reconocer al señor Piotr Poroshenko como el presidente electo de Ucrania y, por tanto de todos los ucranianos –incluyendo de los que aún procuran la secesión- describió colectivamente la situación, planteó reclamos concretos a Rusia y dejó abierta la puerta para un entendimiento de distensión.
Sobre lo primero, el G7 expresó que Rusia ha violado la soberanía de Ucrania; que no reconoce la anexión de Crimea por ilegal y por vulnerar una resolución expresa de la Asamblea General de la ONU; y que esa potencia continúa desestabilizando a su vecino.
Las demandas colectivas plantearon que Rusia “complete” el retiro de tropas de la frontera ucrania (un reconocimiento de ese retiro ya empezó pero que Rusia ha aletargado), que pare el flujo de armas a los rebeldes, que cumpla el acuerdo de Ginebra sobre distensión y que coopere con el gobierno de Ucrania.
La puerta para un entendimiento proviene de la exigencia al gobierno de Ucrania a que actúe mesuradamente en el restablecimiento del orden en su país y que el diálogo comprometido en Ginebra sea inclusivo respetando el derecho de todos los ucranianos (rusófilos o no). Como contraparte implícita el G7 reconoce la influencia rusa en el Este de Ucrania a pesar de que este país debe ser capaz de decidir a qué organización o bando desea pertenecer.
Al respecto, el presidente Putin luego de afirmar que el G7 imputa sin pruebas (y de guardar silencio sobre lo que para él es un hecho consumado –Crimea–) ha acudido a Francia para honrar la lucha compartida en la Segunda Guerra.
Si bien las formas son tensas (la entrevista con el Primer Ministro Cameron), la entrevista clave es la de los cancilleres Lavrov y Kerry que, en apariencia, ya han establecido un cronograma de encuentros. Para hacerlo el Canciller Lavrov ha asegurado que Rusia no tiene intención de expandirse en Ucrania (lo que es novedad –aunque menos a la luz de los métodos empleados, como el uso de soldados sin insignias- y satisface una demanda occidental que asume que Rusia ha renovado su vocación expansiva) y que la solución pasa por una reforma federal en Ucrania (un planteamiento que parece indispensable).
Pero sobre Crimea reina un silencio que anuncia consolidación. Y si el Presidente Obama mencionó en Varsovia que el siglo XXI no es el de las esferas de influencia, la racionalidad de la crisis se sustenta en la existencia de esa realidad geopolítica. Por ello los Estados liberales de América Latina deben seguir en guardia.
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