28 de agosto de 2022
Desde que, en marzo pasado, la Asamblea General de la ONU condenó la invasión rusa de Ucrania demandando respeto a la soberanía e integridad territorial de ese país, el cese del fuego y el retiro de las tropas invasoras el gobierno peruano no ha tomado ni promovido acción, singular o colectiva, al respecto.
A pesar de que nuestra representación en la ONU contribuyó a fundamentar esa Resolución, la respaldara con su voto y reiterara esa conducta en la aprobación de otra disposición que requería el respeto a la población civil agredida, los titulares de Cancillería siguieron paralizados sin que siquiera reiteraran el marco declarativo de esos pronunciamientos.
Si el Perú es una pequeña potencia lejana del escenario bélico, el compromiso adoptado por su voto y los efectos trasnacionales de la guerra (expresados en la degradación adicional del crecimiento, del comercio y de la inversión globales y en el incremento de los precios internacionales de productos básicos esenciales -especialmente los energéticos y agropecuarios-), era indispensable que nuestras autoridades procuraran desempeñar un cierto rol en este gravísimo escenario. Pero en lugar de esa acción de resguardo, éstas han preferido comportarse como si la neutralidad fuera posible una vez que se había tomado posición condenando colectivamente la conducta del agresor bélico.
Tal comportamiento sólo ha agregado ilegitimidad externa a la irregular condición interna del gobierno. Ello era perfectamente evitable si, dentro de sus capacidades, las aparentes autoridades hubieran, por ejemplo, expresado su deseo de acompañar esfuerzos como la mediación de Turquía en la liberación de las exportaciones de cereales ucranianos o los del Secretario General dela ONU y de la Agencia Internacional de Energía en la generación de salvaguardas para que la principal planta nuclear de Ucrania no arriesgue una catástrofe peor que la de Chernóbil. El apoyo específico a estas concretas acciones están al alcances de una potencia menor que, además, podría contribuir a establecer condiciones para el logro de otros resultados de beneficio común generados por acciones concretas (p.e. la normalización del tráfico marítimo) lideradas por potencias de mayor influencia.
Pero, en lugar de ello, el gobierno ha preferido la inacción y el silencio total sobre los riesgos del conflicto como se evidenció en la reciente y verbosa transferencia del cambio de posta en Torre Tagle.
Esta inacción va de la mano de un torpe entendimiento del carácter de la guerra que se libra en el flanco oriental de Occidente que, a pesar de su complejidad y peligro, los funcionarios del Sr. Castillo parecen considerar prescindente. Ellos ni siquiera ha reportado localmente que estamos frente una guerra de agresión y de conquista de carácter ilegal y contrario a los principios de una política exterior que solía reclamar una tradición juridicista. Volteando la cara a esa realidad Castillo y sus cancilleres han vulnerado los intereses nacionales al respecto.
Y ni siquiera dan cuenta de las consecuencias que puede tener en Suramérica esta guerra híbrida que se lleva a cabo mediante armas convencionales y no convencionales (que no es sólo el fuero de agentes indefinidos, nuevas tecnologías o técnicas de manipulación de la opinión pública de impacto menor sino del uso eventual de la infraestructura energética ucraniana como instrumento de amedrentamiento nuclear entre otros recursos de destrucción masiva). En caso de escalamiento, el alcance esta amenaza puede colocar a la región en el radio de impacto periférico de esos instrumentos bélicos. Ello complementaría el riesgo que puede tener el hecho de que la guerra, no siendo bilateral como se cree, pueda terminar comprometiendo a la región mediante iniciativas de los múltiples actores que interactúan dentro y fuera del escenario bélico.
Más aún cuando la guerra es sistémica en tanto involucra, directamente o indirectamente, a las principales potencias estimulando un cambio del sistema y del orden internacional en un escenario de alta inestabilidad a contramano del que se creó en la última postguerra por obra principal de los aliados. En las circunstancias actuales cuando no hay triunfador indiscutible, el Perú y los países de América Latina no podría participar en la gestión marginal de ese orden como sí ocurrió en 1945.
Aunque el gobierno desee permanecer al margen, el Perú no podrá escapara a esa realidad si permanece inactivo.
Y ésta abarcará no sólo su lado normativo sino el geopolítico incrementando la condición periférica regional. Si, en ese marco, la conflagración se definiera como una contienda por el control del acceso a Eurasia y el predominio subsecuente, América Latina podría ver incrementar la distancia que la separa de los centros de poder que han ido incrementándose desde el fin de la Guerra Fría. Al respecto los mecanismos de asociación en la cuenca del Pacífico -quizás ya circunscritos por los más relevantes del escenario del Indopacífico- pueden no compensar el alejamiento de Occidente. Pero para Castillo eso no es problema porque sencillamente lo desconoce (y sus cancilleres prefiere seguir ese camino de ignorancia).
Como tampoco parece importarle el incremento de la mortandad de civiles en el escenario ucraniano por el que el invasor ha optado, como antes, en otros escenarios. En ellos (p.e. Chechenia, Siria) el invasor ha priorizado tácticas de combate urbano donde se ejerció el arrasamiento indiscriminado de población e infraestructura como política.
De otro lado, tal indiferencia tendrá mayores consecuencias en tanto no existe un horizonte temporal del conflicto (algunos lo señalan en 2023) y las partes parecen haberse resignado a una guerra de desgaste en la que lo esencial es mantenerse en pie de lucha mientras se cuente con los recursos para ello. En ese marco, que incluye su propia ineptitud, el gobierno no se arriesgará a un compromiso aunque fuese ad hoc en función de ciertos objetivos concretos de beneficio colectivo (p.e. lograr la normalización de las condiciones de tráfico de ciertas rutas marítimas).
Sin recordar que la neutralidad no es posible bajo los compromisos adoptados en la ONU, el gobierno prefiere la conducta pusilánime que luego no podrá rectificar salvo para obtener alguna migaja del resultado bélico y del orden emergente (el que, además, con inconcebible fervor “kelseniano”, el Canciller saliente ha esbozado oníricamente: él ha estado meditando sobre un Estado federal global).
Si la agresión rusa se pudiera resumir en su deseo de recuperar un status territorial y de gran potencia y la valiente respuesta ucraniana es, de momento, maximalista ello no parece tampoco de interés de nuestras presuntas autoridades. En consecuencia, ellas quizás debieran ceder la posta.
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