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  • Alejandro Deustua

Un Inusual Disfraz Torretagliano

25 de octubre de 2021


El nombramiento por el presidente Castillo y el canciller de un “embajador” investigado por delitos financieros, que Panamá rechazó y Venezuela aceptó rápidamente, ha sido presentado por Relaciones Exteriores, luego de su frustración, como resultado de un proceso legal y transparente.


Tal explicación carece de fundamento.


En efecto, la ilegalidad de la designación original se fundamenta en la presunción delincuencial del agente designado. Pero también en la carencia de ese agente de todos y cada uno de los requerimientos de idoneidad que, de manera explícita, exige la ley del Servicio Diplomático para embajadores políticos en su primera disposición complementaria. Ni el presidente puede ejercer una potestad constitucional violando la ley ni mucho menos el canciller puede avalar esa conducta sin incurrir en responsabilidad.


De otro lado, la opacidad con que se ha procedido al respecto es tan extraordinaria que la afirmación de transparencia del acto es insultante. Así como el silencio denegatorio del plácet por Panamá ensució la reputación de Torre Tagle, la inmediata concesión del mismo por Venezuela resultó asombroso para todos (al punto que aún no es posible determinar en qué momento se presentó la solicitud correspondiente a la dictadura de Maduro).


Es sólo como consecuencia de esos hechos vergonzosos, que atentan hoy contra la bien ganada credibilidad de Cancillería, que los autores oficiales del documento informan que la designación del embajador se ha suspendido. Tal afirmación implica que el fracaso de la designación ilegal se produjo sólo por la inercia de los hechos y no por la decisión oportuna y correctiva del canciller o del presidente.


Y si ello ya es grave, que la Cancillería nada diga sobre el nuevo status reconocido por el Estado peruano al gobierno del dictador Maduro lo es más. Al margen de la inconsecuencia del nombramiento de un embajador del Perú en Caracas, el hecho de haberlo presentado llevaba consigo la decisión de restaurar la relación diplomática al más alto nivel (cuando hasta ese momento era sólo consular) y también el propósito de cambiar la posición del Estado peruano que, desde enero pasado, no reconocía a ninguna autoridad gubernamental en Venezuela.


Estas acciones no sólo contradicen el espíritu de las decisiones del Grupo de Lima sino que colocan a la oposición venezolana en posición disminuida en las negociaciones que intermedia Noruega para conducir a Venezuela a una salida democrática (esas negociaciones se acaban de interrumpir por decisión del dictador que, mostrando sus prioridades, ha subordinado ese diálogo a la protesta por la extradición a Estados Unidos de un oscuro intermediario financiero de Maduro).


De otro lado, la gravedad del intento de reescribir la historia mediante una comunicación oficial no proviene sólo del intento de restar importancia a lo ocurrido. En efecto, funcionarios cercanos a la institución diplomática han intentado brindar a ese ocultamiento una racionalidad que pasa por la invocación de la Doctrina Estrada sobre el reconocimiento de los estados.


Este instrumento de relaciones internacionales se resume en la afirmación de que no corresponde a los estados reconocer a otro o a su gobierno en tanto la soberanía de los primeros es innata y genera derechos y obligaciones más allá de la voluntad del arbitrio de terceros.


Sin embargo, si como afirmaba Alberto Ulloa, el reconocimiento es un acto político antes que jurídico, el hecho es que la práctica política del Estado peruano en la materia ha quedado establecida, en el ámbito interamericano, por el reconocimiento de gobiernos del continente según sean éstos sean democráticos o no.


Así está establecido en la Carta Democrática -cuya norma precedente fue hemisféricamente aplicada al Perú en 1992- la que establece que los gobiernos americanos tienen la obligación de defender y promover la democracia en la región, en tanto esa forma de gobierno es un derecho y es esencial para el desarrollo político, económico y social de los pueblos americanos (art. 1 de la Carta). Es más, cuando se violenta el orden democrático de un Estado miembro, cualquiera de ellos puede llevar el caso a la OEA y el Consejo Permanente puede tomar las acciones pertinentes (art. 20).


El Perú no sólo es miembro del régimen de la Carta sino que participó activamente en su creación. En ese marco el Perú quiso actuar en el caso venezolano pero, ante la indolencia de la dictadura , se optó por la creación del Grupo de Lima y, ahora, del Grupo de Contacto que el Perú apoya.


En consecuencia, si es manifiesta política del Estado peruano pronunciarse en casos de grave quebrantamiento del orden democrático en algún vecino americano, es claro que la Doctrina Estrada no puede ser invocada al respecto.


No es nuestro propósito alentar el debate académico sobre la dictadura venezolana. En cambio sí lo es el señalamiento de vulneraciones al interés nacional por autoridades del gobierno peruano al respecto. Y en este caso, las vulneraciones son tan graves que las rectificaciones antes que las justificaciones resultan indispensables para sanear los fundamentos de nuestra política exterior y evitar, en nuestro país, la marcha hacia el autoritarismo que procura el gobierno.


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