En un contexto de fragmentación ideológica inducido por los países afiliados al ALBA, un escenario de recomposición pragmática pareciera abrirse paso en Suramérica. Así lo indicaría, en la subregión andina, la restauración de relaciones diplomáticas entre Venezuela y Colombia y la inminente visita de Evo Morales al Perú para replantear la relación bilateral relanzando los acuerdos de concesión de zonas francas a favor de Bolivia.
Si esta situación emergente es realista no debería depender importantemente de la influencia ideológica de los gobiernos mencionados. El incierto contexto económico externo, la fuerte tendencia sistémica a la multipolaridad y las imberbes señas de apertura en cubana (que atenúa su densidad como núcleo de irradiación socialista) parecieran favorecer el retorno del realismo a Suramérica.
Sin embargo, la persistencia de los objetivos e instrumentos trasnacionales de los miembros del ALBA no sólo contrapesan esa tendencia sino que siguen impidiendo un punto de equilibrio sostenible en el área. En efecto, el empuje ideológico de esos países –impulsado también por necesidades- no cesará. Menos aún cuando el resquebrajamiento internacional del sistema económico liberal abre espacio para ello y ciertas organizaciones regionales se han fundado bajo su influencia.
Por lo demás, para que el realismo se imponga sobre el mero pragmatismo resta ver qué mecanismo de balance de poder se aplicará y qué rumbo adquieren los intereses nacionales correspondientes. Esta cuestión, que las cancillerías involucradas dejan reposar en el cambio de “circunstancias” y de la variación del humor colectivo, no parece haber sido adecuadamente procesada.
Si esta realidad compromete a todos los suramericanos, la ausencia de consideración por el interés nacional corresponde especialmente a Venezuela y Bolivia. En esos Estados (es decir, en sus gobiernos) la definición de ese interés está permeada hasta la subordinación por ideología de estirpe leninista y es implementada por instrumentos que eluden el normal comportamiento interestatal.
Estos, intereses e instrumentos, trasnacionales por definición, son el proyecto regional bolivariano (a cuyo desarrollo contribuyen los servicios de inteligencia venezolanos impregnados de agentes cubanos) y la diplomacia de los pueblos boliviana (que recurre a la imaginería popular –o sea, a la simbiosis entre indigenismo y victimización social-, al nativismo neonato –es decir, a la abolición de la historia republicana y su marquetera construcción del nuevo líder- y a la protección cubano/venezolana que alienta la confrontación con los Estados liberales del Pacífico).
De allí que la “restauración” de la relación del Perú con el gobierno de Evo Morales empleando un mecanismo geopolítico definido en torno al interés nacional fundamental de Bolivia –la salida al mar- no sea necesariamente la mejor forma de aproximarse a ese régimen. Lo sería si el gobierno boliviano tuviera un comportamiento racional con el Perú y su interés nacional no dependiera de una vocación ideológica desestabilizadora y de una asociación con pretensiones hegemónicas manifiestas (su determinante asociación con Venezuela y Cuba).
Lamentablemente este no es el caso. Es más bien el contrario en tanto el gobierno del señor Morales no sólo ha repudiado su historia republicana sino impugnado también la política exterior de sus antecesores que, con dificultades reconocibles, articularon las bases del interés nacional boliviano. Por lo demás, como seña reiterada de su inmadurez e inestabilidad y sin tomar nota de que tenía una reunión con el Presidente del Perú un par de días después, el señor Morales ha creído sensato seguir estableciendo diferencias (así lo cree él) mediante exabruptos verbales (por ejemplo, atribuyéndole al Nobel a Mario Vargas Llosa un sospechosa maquinación imperialista, nada menos).
Premiar al señor Morales con un acuerdo geopolítico que su gobierno ha despreciado olímpicamente para lograr una aproximación diplomática no parece lo más adecuado de parte peruana. Una aproximación institucional (como la reunión de los ministros de Relaciones Exteriores y de Defensa) hubiera bastado. Pero, por excesos de ánimo, allí estamos.
Con similar atención debe considerarse los ofrecimientos colombiano-venezolanos de un mejor futuro si pudiéramos dejar de lado la efectiva necesidad de restablecimiento de relaciones diplomáticas entre esos dos Estados. En efecto, ni la disposición del Presidente Santos ni el cálculo del Presidente Chávez para fomentar la reaproximación entre sus Estados son indicadores de estabilidad futura. El hecho es simple: el factor de divergencia inmediato –las FARC- persiste sin que el apoyo de uno (Venezuela) se haya esclarecido mientras que el hostigamiento del otro (Colombia) se mantiene como es natural, al tiempo que el factor de desestabilización mediato (la relación cubano/venezolana como baluarte del empuje del ALBA en la región) permanece.
Por lo demás, sólo un par de elementos han cambiado en la relación reciente entre Colombia y Venezuela. El primero es la sustitución del Presidente Uribe por quien fue su combativo ministro de Defensa cuando se produjo el ataque de las fuerzas colombianas al campamento de unos de los jefes de las FARC –Raúl Reyes- en Ecuador en el 2008. Si el Presidente Correa confrontó a Colombia por ese hecho, éste recibió el estímulo determinante del presidente Chávez quien contribuyó a cambiar la más benigna reacción inicial ecuatoriana.
Desde entonces, la hostilidad venezolana contra Colombia fue constante pasando del sacrificio de hasta 80% del comercio bilateral en uno de los núcleos económicos suramericanos más dinámicos hasta la amenaza de guerra. Sin embargo, Colombia persistió en el combate contra las FARC, esta vez bajo el mando del Presidente Santos, dando cuenta del más importante jerarca militar de la organización narcoterrorista –el Mono Jojoy- disminuyendo considerablemente la capacidad de combate de esa entidad.
Éste es el segundo facto de cambio. El sustancial debilitamiento de las FARC como instrumentos militar y estratégico debe haber convencido al señor Chávez de que su compleja relación con esas fuerzas se estaba convirtiendo en un pasivo mayor mientras que el Presidente Santos ofrecía distensión. Aunque esa oferta se hizo pública desde que el señor Santos era candidato, con el respaldo norteamericano, el hecho es que ésta incrementó su valor luego del triunfo miliar logrado.
Bajo estas circunstancias de desequilibrio regional que favorece, circunstancialmente, a Colombia, a las que se agrega la contraria disposición venezolana a desestabilizar externamente la zona mediante crecientes vinculaciones con fuerzas exógenas y antisistémicas, la relación entre esos dos países está lejos de haber alcanzado una estabilidad verosímil. Su dimensión realista, más allá del indispensable restablecimiento de relaciones diplomáticas, todavía debe desplegar un complejo proceso de balance que supera el ámbito bilateral.
Si se toma como muestra estas referencias y pudieran éstas extrapolarse no es errado advertir que Suramérica va introduciéndose en un escenario que no está atado ni por la integración ni por el equilibrio de poder. La improvisación bajo estas circunstancias es mala consejera.
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