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  • Alejandro Deustua

Queimadas y Chaqueos Catastróficos

La mayor ciudad brasileña (Sao Paulo) a oscuras en pleno día agobiada por la ceniza flotante, una de las más hermosas y cultas regiones mestizas de Sudamérica (la Chiquitanía boliviana) cercada por un infierno en marcha y una zona colindante con el heartland sudamericano dominado no por alguna potencia hostil sino por el fuego es el escenario en que se desarrolla uno de los mayores desastres amazónicos de los últimos años.


La catástrofe que calcina ya mucho más de un millón de hectáreas no se debe a una rareza del cambio climático (el incendio ocurre en meses regulares de seca) ni al calentamiento global (las temperaturas en la región están hoy por debajo de su nivel promedio) sino a la irracionalidad humana y estatal.


La primera, abusando de usos y costumbres (el “chaqueo” boliviano o las “queimadas” brasileñas), incinera el bosque para “renovar” campos y ganar terreno agrícola sin tener en cuenta arduos esfuerzos contra la deforestación (una antigua práctica occidental en la búsqueda de leña, material de construcción y espacio) que en la Amazonía se mantiene en el umbral del peligro.


La segunda apela a la soberanía permitiendo altísimas tasas de quema (el caso brasileño cuyo líder desestimó los reportes de agencias que indicaban un fuerte auge de los incendios forestales) o ejerce una jurisdicción autodestructiva alentando la quema para acabar con la tala o dictando normas administrativas para facilitar el “chaqueo” (como en el caso boliviano).


De esas conductas perturbadas participan activamente sus beneficiarios, sean estos hacendados en el estado de Pará o campesinos y cocaleros bolivianos como ha ocurrido también en el Sudestes Asiático o en África Central.


Parte esencial del problema consiste en la incapacidad o falta de voluntad política ya no sólo para identificar el riesgo (que fue precisado oportunamente en el caso brasileño) sino para mitigarlo y gobernar el escenario emergente quizás porque los esfuerzos en la región priorizan las áreas urbanas (80% de la población) minimizando la función protectora en el campo.


Peor aún, los esfuerzos para la eficaz cooperación internacional para confrontar catástrofes naturales en el campo parecen más acompañados por estudios e intercambio de información que por acciones organizadas eficaces. Este acápite de la seguridad no parece bien afirmado en nuestra región.


Por lo demás, entidades como la Organización del Tratado para la Cooperación Amazónica (OTCA) cuyos 8 miembros se han comprometido, entre otros asuntos, a la protección del bosque amazónico en marcos globales, no han mostrado presencia en este caso.


En lugar de la OTCA, entidades de países desarrollados con una agenda global como el G7 en Biarritz han superado de largo la eventual preocupación de la OTCA en Brasilia bajo la simple premisa de que la Amazonía genera el 20% del oxígeno que consume la humanidad.


Sobre esta problemática, al margen de una mención en una reunión de gabinetes peruano-colombiana, no hemos escuchado a nuestra Cancillería.


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