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  • Alejandro Deustua

Primera Vuelta en Chile

Con una participación de apenas 47% del electorado en la primera vuelta, el fuerte crecimiento del novísimo Frente Amplio (que logró 20% del voto) y el no menos sorpresivo logro del pinochetista Kast (alrededor de 8%) han conseguido que la elección del próximo presidente de Chile (17 de diciembre) se coteje en medio de la incertidumbre, de los vaivenes de los partidos más extremos y con una gran masa de indecisos optando, quizás a última hora, sin criterios conocidos.


Esta situación no es sólo el resultado de la creciente imprecisión de agentes con años de experiencia en el negocio de la consultoría y de la encuesta política sobre el comportamiento de corto plazo de la sociedad.


Es que no sólo el favorito ex –presidente Sebastián Piñera ganó la primera vuelta (36%) con clamorosos 8 puntos porcentuales menos que lo previsto (más que duplicando el margen de error). Sino que su oponente, de tarjeta independiente pero de prosapia oficialista, ha logrado que, con 22.6%, el grupo de desafiliados y descontentos izquierdistas de la señora Beatriz Sánchez le pise los talones con una determinación que lo puede confinar al Senado al que, hasta hoy, pertenece.


Hace ya algún tiempo que la contemporánea institucionalidad política chilena, ordenada detrás de la Democracia Cristiana y del Partido Socialista, ha desaparecido.


Al punto de que la progresiva erosión de la Concertación, que llevó a Chile al mejor ciclo económico-político post-dictadura, tuvo que dejar paso a partidos ad hoc, como Nueva Mayoría, para que alguno de los representantes de la ya no tan exitosa clase política lograse mantener el gobierno.


Ese modus operandi fujimorista, que recurrió al cambio de nombre del vehículo electoral reemplazando a partidos firmes, funcionó en el caso de la dos veces electa Michele Bachelet. Pero no lo ha hecho hoy en beneficio del conservador Piñera (éste también ha jugado con el nominalismo partidario con “Chile Vamos”) ni con el oficialista señor Guillier, que elude su militancia real.


Pero no es ello explicación suficiente para el desorden político chileno de la hora. ¿Será, como sugiere Rodríguez Elizondo en lo que toca a Bachelet y al establishment que representa, que éste se debe a serios problemas de eficacia y de legitimidad en la gestión pública?.


Es decir, a la “desinformación sobre problemas importantes, opción por los leales sobre los inteligentes, equipos técnicos de bajo nivel, corrupción en la administración pública, reformas desprolijas, ausencia en los temas estratégicos de la política exterior, decisiones que se postergan sine die y, como remache, los “gustitos” que… se ha dado (visita a Fidel Castro y descuido de las Fuerzas Armadas)?.


¿O se deberá, más bien, a que los líderes estudiantiles que se subieron a las mesas de La Moneda durante el gobierno de Piñera mientras reclamaban educación gratis han madurado su participación multiplicándola en reclamos de ciudadanos descreídos?.


Puede ser que la explicación más verosímil radique en la emergencia un nuevo descontento social vinculado a la frustración de expectativas cada vez más sofisticadas antes que en la decadencia gubernamental. Si fuera así, los representantes del nuevo descontento quizás no consoliden su apoyo en torno al señor Guillier a quien sindican como “continuista”.


Y si los votos del señor Kast no alcanzan para incrementar sustantivamente la ventaja del señor Piñera, el balance de poder radicará más claramente en la masa incierta del ausentismo de la primea vuelta. Aunque Piñera y Guillier son políticos educados y maduros, es posible que el populismo cuyos voto ambos reclamarán a los no participantes en esa primera justa, esté tocando ya las gruesas puertas de La Moneda.


Para empezar el señor Piñera ya incorporó la gratuidad de la enseñanza a su nueva oferta electoral (aunque limitada a la instrucción técnica). Y si esa permeabilidad se hace hoy imprescindible en Chile, no es impertinente preguntar cómo afectará ésta a la política exterior.


Aunque los organizadores de ciertos seminarios auspiciados por fundaciones alemanas concluyan, quizás equivocadamente, que hoy no hay consenso sobre la política exterior chilena, el hecho es que el programa de Guillier no presenta ninguna arista sorprendente en la materia: inserción global (enfatizando la atención de los aspectos sociales de la globalización), integración regional (entendida más como como convergencia entre la Alianza del Pacífico y el Mercosur), mejor relación con los vecinos (pero mayor “profundidad” con Argentina y Brasil) , multilateralismo y apertura con más promoción exportadora son todos acápites programáticos de su bando (y también hojas de un libro ya varias veces leído).


Las diferencias con este planteamiento conocido serán, en el caso del señor Piñera, de énfasis en los acápites más vinculados al liberalismo económico (comercio e inversión) y político (promoción de la democracia y de los derechos humanos). Con los vecinos, la experiencia presidencial de Piñera indica que éste no variará mucho su línea de atención especial e integración sectorial.


Pero en su caso, sí es preocupante que, como mentor del expansionismo territorial hacia el Perú hasta el paralelo del Hito No. 1 (el “triángulo terrestre” del que la Cancillería prefiere no hablar en público), la problemática correspondiente regrese con alguna intensidad complicando el resto de una relación bilateral ya bastante institucionalizada (a pesar de las demostraciones de amistad entre los cancilleres de ambos países que han tendido a excederse).


Si para el gobierno peruano no debiera ser complicado clarificar mejor su política al respecto (que no puede ser otra que la de hacer respetar el Tratado de 1929 sin que quede duda sobre el resultado concreto), más difícil será reaccionar frente al empuje que el populismo pueda tener en la política exterior del vecino.


En efecto, si la interacción entre la política interna y externa es un hecho cotidiano en las relaciones internacionales contemporáneas (lo que no implica la ausencia de una necesaria especificidad en la segunda), la eventual presión populista que ello implica pareciera más probable en Chile en un gobierno del señor Guillier que en uno del señor Piñera (la relación con Bolivia de un eventual gobierno de Guilllier puede ser acá un escenario a observar). Sin embargo, fue Piñera quien planteó por última vez la tesis expansionista tan popularizada en el vecino.


Resuelta la controversia sobre límite marítimo, el gobierno peruano debiera asegurarse de que, en asuntos de límites, la presión chilena sea contenida y revertida definitivamente. De lo contario, la “nueva agenda” que beneficia a ambas partes seguirá arrastrando la hipoteca que algunos consideran ya superada.


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