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  • Alejandro Deustua

Primera Reacción a Minsk 2

El acuerdo de Minsk que acaban de negociar los jefes de Estado de Ucrania, Rusia, Alemania y Francia tiene la importancia de que, aunque éstos no lo hayan suscrito (ese rol fue asumido por representantes del Grupo de Contacto), obliga políticamente a los implicados al más alto nivel.


A diferencia del acuerdo de Minsk de setiembre de 2014, que fue promovido básicamente por la OSCE y representantes de Ucrania y Rusia (el Grupo de Contacto), éste ya no es un acuerdo estrictamente operativo y tampoco ad referéndum aunque su cumplimiento dependa, como siempre, de la voluntad política de las partes (especialmente Rusia).


Esta vez el propio presidente Putin ha empeñado el compromiso de Rusia para lograr un cese del fuego, el establecimiento de una zona libre de armas pesadas, el retiro de las “fuerzas extranjeras” y “mercenarias”(un extraordinario eufemismo para referirse a fuerzas rusas), el establecimiento de un régimen interino para las “regiones” pro-rusas de Donetsk y Luhansk y de un nuevo orden interno ucraniano de carácter descentralizado que implica el cambio constitucional bajo la ley ucraniana así como la vigilancia por fuerzas ucranianas de la frontera.


En otras palabras, podrá haber paz en Ucrania siempre que las “regiones” rusas obtengan algún grado de autonomía o de status federado, Ucrania podrá seguir reclamando soberanía y ejercicio jurisdiccional siempre que acepte una forma partición menor (la autonomía de las “regiones” pro –rusas) y otra mayor (el implícito reconocimiento de la pérdida de Crimea) y la aceptación de que Rusia ha podido usar la fuerza impunemente sin que se pueda lograr el reconocimiento explícito de ese hecho.


De lograrse un cese al fuego que lleve a este nuevo estado de cosas (que no es una lista de lavandería como sugieren muchos) Rusia habrá ganado en el terreno y en la mesa de negociaciones a cambio de una paz precaria en Europa del Este y de una Ucrania definida por el área de los combates antes que por las fronteras jurídicamente establecidas y reconocidas universalmente.


¿Qué ha ganado Rusia? En primer lugar, ha logrado hacer entender a los europeos que Ucrania pertenece a su zona de influencia y que sus intereses dentro de ese Estado no podrán desconocerse salvo por el uso de la fuerza que los europeos ni Estados Unidos desean emplear en la zona.

En segundo lugar, ha logrado el sacrificio de Crimea (aunque Estados Unidos no lo reconozca).


En tercer lugar, está claro que al no condenarse el uso de la fuerza por Rusia, ésta se ha reconocido como un factor determinante que impedirá que Ucrania se incorpore a la OTAN ni siquiera como plataforma para el emplazamiento de un escudo antimisilero y cuyo contacto con la Unión Europea difícilmente puede volver a plantearse en términos del que corresponde a un eventual miembro pleno.


Y, en cuarto, Rusia se ha librado de una nueva ola de sanciones que debiliten más su débil economía (lo que, por sus riesgos, nadie, en apariencia, quería escalar más allá de la amenaza).


¿Qué ha ganado Europa? Si el acuerdo se cumple, estabilidad precaria en el extremo oriental suficientemente valorada como para conceder que la influencia rusa no es condicionante sino un determinante en la reducida consolidación jurisdiccional de Ucrania.


En segundo lugar, el trato preferencial con la UE podrá continuar siempre que no implique incorporación. De momento, ello parece suficiente valioso si la economía ucraniana puede estabilizarse y evolucionar hacia un mercado con el que se puede establecer una zona de libre comercio sin perjuicio de arreglos similares de Ucrania con Rusia.


En tercer lugar, una cierta normalización en el trato con Rusia cuyo valor estratégico se sigue midiendo por su dimensión europea, la ampliación de un mercado y, especialmente, la capacidad de aprovisionamiento energético.


¿Qué ha ganado Estados Unidos? Primero, lograr una perspectiva de separación de fuerzas que pueda conducir a ciertas condiciones de paz a través de terceros. Si ello implica pérdida de liderazgo ordenador en la zona (salvo por la capacidad coercitiva de las sanciones económicas), Estados Unidos sabe que, no la Unión Europea, sino Alemania y Francia (y otros) como Estados están dispuestos a tomar la iniciativa diplomática mientras que la opción militar sigue siendo reserva de la primera potencia (que, sin embargo, no está dispuesta a emplear contra Rusia sólo por razones de principio).


Segundo, Estados Unidos puede seguir desconociendo la usurpación de Crimea aunque, en los hechos, ésta se haya consolidado. Esta formalidad puede tener el mismo nivel político del hecho que Estados Unidos reconociera a un par de repúblicas soviéticas como Estados independientes y, por tanto miembros de la ONU, situación que permitió que éstas pudieran ejercer un voto directo y otro a través de la URSS.


Tercero, la primera potencia debe haber tomado nota que, más allá de todo lo que se ha escrito sobre la calidad estratégica del soft-power y sobre poner fecha anticipada a la intervención militar, el poder convencional y no convencional, como la geopolítica, sigue siendo determinante en las relaciones internacionales.


Aunque lo anterior parezca demasiada divagación para un acuerdo de naturaleza operativa como el suscrito en Minsk, que sólo es un primer paso para establecer el orden en el que convivirán europeos y rusos, da pistas para suponer que las potencias europeas deberán repotenciar sus políticas exteriores y de defensa, que la PESC es prácticamente inútil en estos casos y que Rusia sigue siendo un estado euroasiático con el que se debe tratar estratégicamente antes que bajo los simples términos de la integración.


Por lo demás, una nueva rivalidad entre Rusia y Occidente (quizás menos unido de lo que quisiera el Secretario de Estado Kerry) se ha puesto de manifiesto. Sin ser ésta un nueva Guerra Fría, sí constituye un elemento de fricción sistémica que pudo haberse evitado como hemos sostenido anteriormente.


Si ahora toca coadyuvar a la implementación adecuada del Minsk 2, también es prudente preparase para una nueva situación en la relación entre Occidente, Europa del Este y Eurasia.


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