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  • Alejandro Deustua

Pandemia y Seguridad Colectiva

El Secretario General de la ONU finalmente se ha pronunciado sobre la gravedad de la pandemia que ataca a la humanidad definiéndola como una amenaza contra todos y reclamando cooperación general bajo términos de responsabilidad compartida.


Al respecto, el Sr. Antonio Guterres ha cuantificado los niveles de cooperación necesaria en 10% del PBI global. Y ha planteado soluciones convergentes con la Agenda de Desarrollo Sostenible 2030 teniendo en consideración la especial vulnerabilidad de los países en desarrollo.


Este pronunciamiento es un gran avance frente a la tibia reacción inicial del más alto funcionario de la ONU a la emergencia. El llamado a la comunidad internacional y la definición de la escala de la pandemia así lo indican (“la peor desde la Segunda Guerra Mundial”).


Sin embargo, en este planteamiento hay algunas importantes omisiones.


La primera corresponde al ámbito de seguridad.


Nosotros creemos que los problemas de seguridad deben ser atendidos con instrumentos acordes con la particularidad de la amenaza. Y que ésta debe ser definida con la máxima especificidad que garantice eficiencia en el uso de recursos y eficacia en los resultados. Especialmente en un contexto en el que es demasiado recurrente y contraproducente definir los problemas de seguridad colectiva de acuerdo con su máxima complejidad.


De otro lado, si bien la pandemia Covid 19 se desarrolla en el ámbito de la salud pública (como lo ha especificado el Secretario General), el hecho es que su impacto letal abarca no a un conjunto de ciudadanos nacionales sino a sociedades nacionales y globales erosionándolas, pervirtiendo su organización, su forma de vida, su organización política y sus fundamentos económicos justo cuando los Estados adquieren un nuevo protagonismo.


Si ello ocurre en todos los países comprometidos la descomposición de éstos puede tender a exagerar el necesario control central (perpetuándolo en etapas postcrisis), a generar mayor conflictividad nacional (estallidos sociales en sectores desatendidos) y a fomentar mayor fricción internacional (generada por desbordes propiciados por el colapso o debilitamiento fundamental del Estado, por oportunidades que algunos verán en el debilitamiento importante del interlocutor, por autopercepción emergente de superioridad propia o por requerimientos de la propia supervivencia o de status).


Ello ocurre en un contexto donde estas últimas vinculaciones ya tendían a una fricción interestatal creciente (p.e. el último reporte prospectivo de la ONU se produjo cuando el riesgo del proteccionismo y el riesgo sistémico se incrementaban a propósito del conflicto comercial sino-norteamericano) calificada por una manifiesta pérdida de liderazgo internacional.


En consecuencia, la complementariedad entre la pérdida de autoridad internacional superior, el incremento del riesgo social, la mayor conflictividad entre intereses nacionales (que la cooperación ad hoc no va a disminuir en un escenario de cambio sistémico -especialmente en casos fuertemente marcados por la incapacidad de proveer bienes públicos y de fuerte daño complementario como la gran recesión ad portas-); y la globalidad e intensidad de la pandemia (que quiebra cadenas de producción, reduce la conectividad y contrae la demanda), bien pudo inducir al Secretario General de la ONU a definir la amenaza aludiendo al ámbito de la seguridad colectiva. Y, por tanto, a llamar la atención del Consejo de Seguridad como manda la Carta de San Francisco.


Más aún cuando, el Sr Guterres no distinguió en las necesidades de corto (en general, desatendidas) y de largo plazo (demasiado generales y ligadas a otros requerimientos de desarrollo).


En efecto, su alusión a la supresión de la amenaza refirió el mediano plazo por lo menos. Y su convocatoria a consolidar fondos equivalentes al 10% del PBI involucró el largo plazo teniendo en cuenta la experiencia multilateral en la materia y el creciente deterioro de las economías de todos los países (especialmente las condiciones recesivas y el gran desempleo de los principales donantes).


Esa situación se convierte en un gran obstáculo a las pretensiones del Secretario General y una seria limitación a su llamado comunitario. Especialmente cuando éste atribuyó a las mayores potencias asumir el liderazgo en circunstancias en que, en Occidente, éstas han ingresado a ámbitos de supervivencia y de carencia de recursos básicos para combatir internamente la pandemia.


En tales circunstancias, es razonable asumir que, en el corto plazo, la reacción de la mayoría de los países que integran el sistema internacional seguirá correspondiendo fundamentalmente a los esfuerzos nacionales. Y la cooperación global tradicional no se producirá de manera importante en el corto plazo aunque aquélla quedase ya registrada como una demanda internacional oficializada.


Si la responsabilidad colectiva implica cooperación (y no cancela el conflicto ni las tendencias a la imputación de responsabilidades individuales en el origen de la crisis), ésta debe orientarse a escenarios donde pueda operar con eficiencia. Éste es el caso de la cooperación científica ad hoc, producción conjunta y rápida de materiales necesarios, compras conjuntas, gestión de crisis, financiamiento multilateral productivo para todos y restablecimiento de líneas de intercambio económico. Es decir, de acciones comunes que despiertan solidaridad interestatal, antes que simples donaciones que suponen la “generosidad” de unos en circunstancias difíciles y la “mendicidad” de otros. Lo importante es promover un espíritu de alianza en una lucha colectiva antes que viejas relaciones de donante-recipientario.


E igualmente necesario es el requerimiento no mezclar las necesidades de la lucha colectiva contra la pandemia con otras iniciativas estratégicas (como el desarme convencional, cuya demanda de apoyo ya corre por las redes sociales).


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