10 de mayo de 2006
A diferencia de la proliferación de reuniones entre agrupaciones subregionales, son pocas las reuniones interregionales que abarcan a casi la totalidad de los miembros que integran esos espacios.
Las reuniones cumbre entre la Unión Europea y la América Latina y el Caribe, iniciadas en Río de Janeiro en 1999, forman parte de estas escasas excepciones de ambicioso plurilateralismo. Basadas en la tradición histórica, en la asimétrica necesidad de interacción económica y en las posibilidades que abre un escenario sin marcadas divisiones polares, estos megaeventos diplomáticos intentan consolidar el marco que vincula a ambas regiones. Y lo hacen en procura de una “asociación estratégica” que supone indentidad de principios básicos y complementariedad de intereses prácticos.
Aunque, por exceso de agenda y defecto de precisión, el contenido de la “asociación estratégica” no parece aún bien definido, es claro que su orientación intenta la consolidación occidental de América Latina en relación a uno de sus dos centros vitales –Europa- y en relación a tres ejes temáticos: el incremento de la cohesión social en la región, el fortalecimiento de la integración intra y extraregional y la promoción del multilateralismo.
Sin embargo, esta natural orientación reporta aún varios defectos. El primero, es la dimensión burocrática de un proceso complejo. El segundo es el que plantean las políticas exteriores bilaterales e internas de varios países latinoamericanos que se oponen a un marco liberal comunitario.
En efecto, capturadas por agendas complejísimas de muy escaso cumplimiento y por la inercia institucional de los organismos rectores, las cumbres biregionales no generan los resultados esperados (un caso extremo es, a este respecto, el proceso de cumbres iberoamericanas). Para contrarestar este problema la renuencia a focalizar la agenda en tres o cuatro tres puntos prácticos (p.e. inversiones y transferencia tecnológica, comercio, fondos de cohesión y cooperación efectiva en seguridad) es, en cambio, grande.
A pesar de la “fatiga integracionista” que padece la UE, este problema es también de principalísima responsabilidad latinoamericana. Al respecto parece claro que los principios liberales básicos que definen a Occidente y que América Latina suscribe nominalmente -la democracia representativa, el libre mercado en cualquiera de sus modalidades, el Estado de Derecho, los derechos humanos- no sólo no están acá bien arraigados sino que los gobiernos que se ufanan en denunciarlos quieren ser cada día más evidentes. En este caso es poco lo que las cumbres biregionales pueden lograr salvo marginar a esos gobiernos (a lo que los partícipes no están dispuestos) y brindar un marco de protección liberal a una región inmaduramente gobernada. Por lo demás, las cumbres euro-latinoamericanas no se muestran todo lo eficientes que debieran en el progreso de acuerdos de simple cooperación a formas complejas de asociación y, luego, a acuerdos de integración. Sin duda que la Unión Europea presenta problemas en este caso (p.e. el mantenimiento, como Estados Unidos, de esquemas de subsidios a la producción y exportaciones agropecuarias). Pero ello no es excusa para la incapacidad latinoamericana de articular una posición consistente basada en la solidez de sus esquemas de integración (defecto que también ha sido un escollo para una mejor negociación con la superpotencia).
Peor aún, a la luz de la fragmentación de estos procesos (concretamente, la CAN), los niveles de interlocución coordinada –condición indispensable para negociar con la UE- han llegado a cotas tan bajas que complican dramáticamente el diálogo biregional (y, en el caso andino, lo convierten en un esfuerzo esencialmente europeo).
Este problema tiene muy serias connotaciones para la subregión andina. Primero, pone en riesgo la calidad occidental de la asociación. Segundo, impide avanzar en acuerdos concretos de asociación política que amplíen la frontera de libre interacción de nuestros países. Y tercero, frustra la ampliación de nuestros mercados a través de esquemas de liberación del comercio mutuo. En este punto debe tenerse presente no sólo la calidad del interlocutor (la Unión Europea es para la subregión el segundo socio comercial y la primera fuente de inversión y de cooperación económica), sino sus mecanismos. Entre éstos destaca el SGP Plus que mantiene, de manera unilateral, el acceso de nuestras exportaciones al mercado europeo.
Este esquema se inició en 1991 y ha sido replanteado para el período 2006-20015. Pero su reciente cuestionamiento por países no beneficiarios ante la OMC debiera alertarnos sobre la necesidad de asegurar, de manera negociada, el segundo mercado de nuestras exportaciones. Sin embargo, mientras los europeos ofrecen esta alternativa a la CAN (y también a los centromericanos y al Mercosur), dos de los andinos (Venezuela y Bolivia) se dan el lujo de trabar el beneficio.
Si la diplomacia de cumbres biregionales es excepcional, su costo y su peso burocrático debiera ser un estímulo para lograr mejores y más rápidos resultados. Pero si a ese objetivo se agregan complicaciones generadas por actores concretos, éstos no deben seguir disponiendo de libertad de acción de la que hoy disponen.
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