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  • Alejandro Deustua

Los Costos de la Imaginería

7 de noviembre de 2023



Una falla de perfomance diplomática antes que la violación de algún interés nacional primario causó la renuncia de la ex-canciller Gervasi.


El error ha sido grave no sólo por sus consecuencias (el retiro del respaldo parlamentario y de buena parte de la opinión pública reflejado en la renuncia) sino porque éste ocurrió en un ámbito de especialidad diplomática (la organización de reuniones interestatales). Además, el yerro parece ligado a dos factores extraordinarios. El primero complica el fortalecimiento de la legitimidad internacional (no la legalidad) que el gobierno se autoimpuso como medio de reinserción fuertemente afectada por el golpe de Castillo. Y el segundo afecta el vínculo con el presidente de la primera potencia, nada menos.


Es más, al involucrar también al embajador del Perú en Washington, el error ha proyectado sombras oscuras en la percepción colectiva sobre la eficacia del Servicio Diplomático. Peor aún, cuando esas sombras involucran la seriedad con que el “Servicio” se relaciona con el Congreso (éste se sintió engañado porque la autorización de viaje solicitada incluyó, innecesariamente, las seguridades de una reunión formal con el presidente Biden).


Salvo por el debilitamiento de la diplomacia como instrumento de proyección de intereses nacionales (que viene de tiempo atrás), estos últimos no han sido afectados por el error en cuestión. A ello ha contribuido el hecho de que la gestión de la ex-Canciller en torno a aquellos intereses se ha limitado a seguir procesos iniciados con anterioridad a su gestión. Éste es el caso, por ejemplo, de la invitación a formar parte de la OCDE (cuya primer paso se dio durante el gobierno de Humala), el de la presidencia de la Alianza del Pacífico (que, siendo de carácter rotativo, no requería de ningún esfuerzo especial que no fuera el de doblegar, de manera sui generis, la arbitrariedades de López Obrador) o el de la presidencia peruana de la APEC (que se iniciará luego de concluida la cumbre en San Francisco con miras a la realización, en 2024, de la siguiente cumbre que fue asignada al Perú en el 2022).


Ese ejercicio de seguimiento y potenciación de lo comprometido con anterioridad ciertamente ha reclamado esfuerzos que deben ser reconocidos. Pero éstos se han realizado sobre un par de bases frágiles. La primera se basó en la insistencia de la ex -Canciller en priorizar su gestión en términos de “imagen” antes que en contenidos de interés nacional. Y la segunda consistió en la definición de la política exterior como meramente “principista” sin considerar la ambigüedad contemporánea de esos principios ni las posibilidades reales de su aplicación.


Consideremos la prioridad concedida a la “imagen”. Su distorsión se hizo evidente por la débil presentación internacional de la presidenta Boluarte y de sus poco exitosos viajes.


Ese énfasis, privado de contenido, no hizo mucho por la reinserción y sí bastante por la frivolidad, tan tentadora para ciertas diplomacias. Es claro que el cultivo de la “imagen” es un instrumento de política exterior. Pero no es su objetivo primordial. Aquélla debió haber ayudado a cambiar la percepción externa del Estado para lograr un mejor posicionamiento internacional. Lamentablemente, la debilidad interna tan apremiada por la recesión, la precariedad del Estado y el conflicto político y social, no permitía, sin recurrir a falsedades, grandes avances en la materia. Pero algunos, como la ex -canciller, redoblaron la apuesta sobre la “imagen” entendiéndola apenas como una puesta en vitrina prescindiendo de todo interés nacional relevante. En ese marco, la ex -canciller, bien podría haber recurrido a agentes publicitarios en lugar de diplomáticos o presidentes.


Pero ni siquiera la “vitrina” se logró en el viaje presidencial a Europa. En efecto, la excanciller no sólo no supo explicar el motivo ni la agenda que justificaba las entrevistas en la Santa Sede con el Papa y en Berlín con el presidente alemán sino que tampoco advirtió a la Jefa de Estado de la aparente incomodidad vaticana a juzgar por el testimonio fotográfico de la reunión. El eventual malestar papal con la representante de un país eminentemente católico produjo algo más que cierta sensación de ridículo.


Ello se añadió al aire de fatuidad que dejó la visita a Alemania sin haber logrado ningún resultado concreto ni la manifestación de algún interés explícito por el representante de la primera potencia europea. Descartado algún encuentro con las más autoridades comunitarias en Bruselas que justificasen el viaje, el costo político del mismo se sufragó, azarosamente, con la repatriación, en el avión presidencial, de ciudadanos peruanos que huían del conflicto bélico en el Medio Oriente. La pobreza de la interlocución europea dejó serias dudas de la calidad de nuestra inserción en el corazón de Occidente en una excursión que quizás quedó registrada como tal antes que como una gestión de Estado. La ex-canciller debiera hacer públicas las razones de esa excursión.


Otro cuento fue la concurrencia presidencial a Estados Unidos. A diferencia de la excursión europea, la visita a Washington se debió a una invitación formal del presidente Biden. La Cumbre de Líderes de la Alianza para la Prosperidad Económica de las Américas, a la que asistieron una decena de representantes de países latinoamericanos, tiene el potencial de replantear la relación hemisférica. Teniendo como base el interés norteamericano de atenuar el problema migratorio con el incremento en la región de la competitividad, la inversión y la generación de nuevas cadenas de valor que el BID contribuiría a promover, el interés peruano debería haberse hecho conocer. Pero éste tampoco fue clarificado ni por la presidenta ni por la ex-canciller.


Y si la reunión justificaba claramente la presencia de la presidenta no se explica por qué se solicitó el permiso de viaje destacando una reunión bilateral en forma con el presidente Biden cuando habían dudas al respecto que un paseo por el interior de la Casa Blanca ayudó a agravar. Esta vez, la diplomacia de imagen falló tan rotundamente que la ex-canciller y el embajador en Washington tuvieron que renunciar.


A la luz de estas fallas de gestión complementadas apenas por la canalización de procesos ya iniciados (OCDE, Alianza del Pacífico) como toda expresión del interés nacional, la diplomacia peruana debería hacer sitio a la autocrítica antes que a comportamientos que fomentan la ya tradicional ficción de infalibilidad, no exenta soberbia, que suele practicar. En ello también va el destino de la institución.


Al respecto digamos que, en lo que va del siglo han transcurrido por Torre Tagle nada menos que 25 cancilleres, 16 de los cuales han sido embajadores de carrera. De estos últimos sólo 5 han superado el año de gestión. Ello indica que la política exterior tiende a la volatilidad también por la rápida rotación de sus titulares y que el Servicio Diplomático no viene brindando garantías de estabilidad en la conducción requerida para el cargo. A ello contribuye la ambición política de notorios funcionarios que, considerándose estadistas natos, ven en la titularidad de la Cancillería el escalón final de su carrera al margen de la institucionalidad de su profesión. El caso de la ex -canciller es ilustrativo al respecto.

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