El Presidente Santos ha hecho lo que tenía que hacer: luego de la inesperada derrota del acuerdo negociado con las FARC ha encontrado en el estrechísimo margen con que ganó el NO la voluntad para proseguir en el empeño de buscar la paz en su país.
La legitimidad pertinente proviene del apoyo de casi el 50% de los votantes, de la disposición real de la oposición a participar en ese empeño y del aparente interés de las FARC al respecto. Pero aquélla se origina más imperativamente en la necesidad de evitar la reanudación de la violencia en el marco de la derrota política del gobierno y de la incierta seguridad emergente.
Este aparente consenso emerge de la opaca realidad de un voto escondido que ni el gobierno colombiano, ni los servicios de inteligencia presentes ni mucho menos las consultoras de opinión supieron olfatear.
Es que la consulta colombiana no trataba sólo del fin de un conflicto pertinaz y del restablecimiento del orden interno mediante transitorias reglas de juego sino de un grado de impunidad negociado para criminales de guerra, de su asegurada participación política por la que otros deben competir y de la complaciente desnaturalización del narcotráfico como delito conexo a la guerra.
Este bocado fue mucho más de lo que 50.2% los colombianos podían tragar y que, sin embargo, compró el entusiasmo de los que no veían otra alternativa (no había “plan B” según el gobierno). Esa parte de la sociedad oculta tras el velo exitista de negociadores, facilitadores y de la comunidad internacional cobró súbita corporeidad para sorpresa de todos (incluyendo a los más sofisticados servicios de inteligencia que, como en otros trágicos escenarios trágicos, complementaron la propaganda oficial con el fracaso propio).
El dramatismo de este resultado ha sido matizado, sin embargo, por un ausentismo de cerca del 62% de los votantes habilitados (de los 35 millones habilitados para votar sólo fueron 13 millones según la Registraduría) a quienes, por las razones que fueren, el plebiscito les era más o menos indiferente.
Pero ello no es consuelo para gobernantes, políticos y guerrilleros-terroristas que otean el peligro de una regeneración violentista en medio de la incertidumbre actual (que, felizmente, están dispuestos a prevenir negociando), ni para una sociedad polarizada (que, sensatamente, expresa voluntad de convergencia pero no a costa de impunidad irracional) ni para los mercados (que ven cómo se inhiben los beneficios de la paz traducidos en depreciadas expectativas de crecimiento).
Esta fenomenología muestra que en una sociedad tapizada de heridas abiertas los principios y reivindicaciones básicas de las víctimas no pueden ser canceladas por una negociación que beneficie exuberantemente a los victimarios y que las víctimas, con su voto, deban avalar.
Sin embargo, habiendo tomado conciencia de esa realidad, las próximas negociaciones –si las hay- tendrán un piso más firme que el que dispuso el voluntarismo oficial nacional y externo. Los países del área deben también aprender la lección.
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