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  • Alejandro Deustua

La Sentencia de Sadam Hussein

La sentencia que castiga a un criminal de guerra debiera ser merecedora del consenso mayoritario de la comunidad directamente afectada y de la comunidad internacional. Éste no parece ser el caso de la sentencia que involucra a Sadam Hussein.


Aunque la culminación de la primera parte del proceso (aún resta la fase de apelación) ha pretendido hacer justicia, la sentencia presenta aristas jurídicas, éticas y políticas que impiden que ésta satisfaga a ambas comunidades y al interés público protegido.


El primer elemento jurídicamente contencioso ha sido la calidad de la ley y la naturaleza del proceso con que se ha llevado el caso Hussein. A diferencia de los juicios de Nuremberg o del Tribunal Internacional establecido para juzgar los delitos de lesa humanidad cometidos en la ex-Yugoslavia, Hussein ha sido juzgado bajo ley y tribunales locales cuando el país está aún en guerra. De esta manera el proceso mermó la legitimidad necesaria generando polémica local e internacional al respecto. Más aún cuando la ley y el tribunal en funciones han operado en un contexto donde el Estado de Derecho pretendía establecerse con suma dificultad sobre la realidad cotidiana de la extrema violencia. En efecto, aunque el gobierno iraquí es reconocido internacionalmente y la reconstrucción del Estado ha progresado (se ha elaborado una constitución y se han convocado procesos electorales, las fuerzas armadas y policiales tienen una cierta capacidad operativa y el gobierno es representativo), éste no sólo no cuenta aún con el monopolio legítimo de la fuerza sino que el proceso de reinstitucionalización está lejos de haber concluido. En consecuencia, a pesar de sus progresos, Irak no parece tener aún la capacidad jurisdiccional requerida para llevar a cabo un juicio de la naturaleza e implicancias del caso Hussein.


De allí que en él las condiciones normales del debido proceso no fueran en apariencia satisfechas razonablemente aunque la sentencia pareciera justa (NYT). En este punto –el que señala que los estándares internacionales no han sido cumplidos- coinciden la mayoría de las instituciones internacionales preocupadas por este aspecto del derecho humanitario.


Al respecto se alega defectos en la constitución del tribunal (un juez renunció, otro fue obligado a dimitir por parcialidad con Hussein), la presión sobre los defensores de Hussein (alguno fue asesinado y otros amenazados) y la cuestionable calidad ciertos aspectos del proceso (p.e., problemas con el normal desempeño de la defensa). Aunque casi nadie alegue parcialidad o indisposición a administrar justicia, la precariedad de condiciones es generalmente reportada como la causante de estos problemas.


A ello se ha agregado el tipo de difusión televisiva que incentivó la utilización política del proceso por Hussein –y quizás por otras partes- y la que seguirá recibiendo mientras dure el proceso de apelación (que puede ser aún más complejo).


De otro lado, la sentencia no ha podido escapar a la polarización del entorno político en que se dictó. Aquí hay dos grandes disensos. El primero es el que deriva del antagonismo genérico entre, de un lado, chiitas y kurdos (a favor de la sentencia) y del otro, los sunitas (en contra de la sentencia). El segundo es el que despierta contienda entre los aliados y en Occidente en general: los miembros de la Unión Europea se oponen a la pena de muerte por principio, mientras que Estados Unidos no (esta misma fragmentación ocurre en otras partes del mundo, como en América Latina). En esta perspectiva, el disenso iraquí tiene el peligroso potencial de generar mayor inestabilidad y violencia en Irak mientras dure el proceso (y puede escalarse aún más en el caso de cumplirse la sentencia de muerte). Esa dinámica violenta puede muy bien transponer las fronteras iraquíes. De otro lado, el disenso occidental sobre la pena de muerte generará mayor tensión entre los comprometidos en el campo de batalla y tenderá a restar aún más apoyo externo a las fuerzas de la coalición si el mandato de la sentencia se lleva a cabo.


Para superar estos riesgos mientras dure el proceso de reconstrucción del Estado iraquí y para hacer justicia efectiva caben tres alternativas. O el proceso de apelación se posterga o el caso se lleva a un tribunal internacional ad hoc o se reduce la sentencia (p.e., a cadena perpetua). Si la ejecución de Hussein pudiera ser justa para los que favorecen la pena de muerte, llevarla a cabo bajo las actuales condiciones puede generar mayor daño del que se desea castigar causando más víctimas entre civiles y militares, erosionado más las posibilidades de cohesión de la sociedad iraquí y desestabilizando más el Medio Oriente. Otro sería el caso si la sentencia, de mantenerse, se ejecuta cuando la sociedad iraquí esté reconciliada y, en consecuencia, la victoria en Irak sobre el terrorismo rampante y la denominada resistencia sea clara.


He aquí un típico dilema entre el derecho y la política que los representantes de ambos fueros deben resolver de común acuerdo.



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