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  • Alejandro Deustua

La Política Exterior Norteamericana en Tiempos de Crisis

Con el sentido de urgencia que la crisis económica, la guerra y la necesidad de recomponer el liderazgo imponen, la política exterior de Estados Unidos se desarrolla con rapidez, pragmatismo y afirmación de principios convencionales.


Así, la designación de enviados especiales o delegados para el Medio Oriente, Pakistán-Afganistán y asuntos ambientales, ha opacado a la designación de apariencia más burocrática del vicecanciller (el Subsecretario James Steinberg). Pero si la voluntad de afianzar el involucramiento global a través de la prioridad diplomática ha sido así subrayada, la necesidad de mejorar el posicionamiento como primer potencia es anterior. Ésta se afronta con ciertas convicciones y evidencias. Entre las primeras predomina la certeza de que las capacidades norteamericanas siguen siendo insuperadas y que el liderazgo estadounidense sigue siendo imprescindible para Occidente. Entre las segundas reina la crítica y dudas de todos (tal como acaba de ocurrir en Davos).


El pragmatismo con que se está actuando, del cual los programas de salvataje y de recuperación económica son ejemplo evidente, no se sostiene, sin embargo, en la mera eficacia: el interés nacional y la reafirmación de los principios originales de Estados Unidos (cuya universalidad no se ha cuestionado) la seguirá permeando. Su aplicación dará la medida de la eficiencia de la gestión externa. Así si el retiro de Irak será “responsable” (es decir, sin producir un nuevo vacío de poder), la cancelación de Guantánamo tendrá que atender primero el destino adecuado de los prisioneros. Estas decisiones están en línea con el mensaje presidencial de ofrecer una relación basada en el respeto e intereses compartibles con colectividades distantes (el mundo musulmán) o en la oferta de acercamiento a gobernantes autoritarios si éstos “distienden el puño”. Y también con la promesa renovada de derrotar a los únicos enemigos fundamentales reconocidos: las agrupaciones terroristas.


Por lo demás, antes que en el mero juego de poder, el escenario de la política exterior norteamericana se reconoce oficialmente en la interdependencia. En consecuencia, ésta no confunde liderazgo con unilateralismo. La necesidad de cultivar socios y aliados implicará un mayor esfuerzo multilateral especialmente frente a problemas transnacionales.


Sin embargo, ese empeño podrá avanzar mejor si Estados Unidos reconoce con claridad sus medios. Neologismos como “smart power” sólo complican la disposición a emplear el poder en todas sus dimensiones. Más aún cuando la primera potencia ha anunciado que conversará abiertamente con cualquiera sin precondiciones. La sensación de que ello es posible como garantía de que la conducta hostil de ciertos Estados no cambiará, complicará la presión que luego deba ejercerse sobre ellos.


Además, se corre el riesgo de que los aliados relevantes, como algunos en América Latina, se sientan postergados.

Estados Unidos tendrá éxito. Pero éste se logrará en menor tiempo si además de reconocer sus objetivos identifica mejor en regiones como la nuestra a los interlocutores que se esfuerzan por organizar mejores lazos de interdependencia.



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