Como es característico en las pasiones primarias, la intriga carcome la razón de quienes la practican. Este impulso autodestructivo, hoy intolerablemente alojado en las mentes de los miembros del partido de gobierno, está poniendo en peligro ya no la gobernabilidad del país sino las facultades de quienes gobiernan.
Como si ello no fuera suficiente, a esta demostración de insensatez colectiva no pocos medios prestan su entusiasta concurso retroalimentando las debilidades de quienes se sienten afectados por escándalos derivados de la falta de respeto por la intimidad de su vida privada y por la probidad de su conducta pública. Ello a su vez estimula el apetito de quienes desean ganar poder en esta misérrima historieta de la coyuntura política peruana.
La complicidad de algunos medios con el despreciable espectáculo que los gobernantes han montado demuestra que las instituciones de la sociedad civil no sólo pueden sino creen que están en el deber de estimular la contienda pasional hasta que la "verdad" se esclarezca. Y la "verdad" consiste en dictaminar quién traicionó a quién en el gobierno con chismes sobre el equilibrio moral de la Primer Ministro la que, a su vez, ha perdido toda iniciativa en el esclarecimiento de su propia conducta. Ello se da en un contexto de fuerte cuestionamiento de la Vicepresidencia de la República, de la legitimidad de la primera bancada del Legislativo y, ahora, de la seriedad de la Presidencia del Consejo de Ministros.
Contagiada la prensa de irracionalidad pasional, la epidemia ética se ha trasladado a la Iglesia cuyos representantes dicen estar al tanto de los secretos de la historia y administran el tiempo para darlos a conocer. Este acápite de la intriga sotanera es, a su vez, reflejo del contagio padecido por instituciones que han disfrutado del mayor respeto ciudadano como la SUNAT.
En otras palabras, el brote de irracionalidad pasional en el gobierno está erosionando intolerablemente la imagen de las organizaciones fundamentales de la sociedad que representan a la opinión pública, a la fe y a la tecnocracia como si la pérdida de credibilidad de los partidos políticos no fuera suficiente.
El costo interno de estos caprichos autodestructivos se reflejan en una pérdida adicional de autoridad y de orden cuya situación sólo puede definirse como una situación preanárquica (calificación que ya nos merecimos en la década pasada). Y el costo externo se mide en pérdida de influencia (cuyas cotas ya eran bajas) y de respetabilidad que diagnostican una fuerte erosión de status en el concierto internacional. La interacción de estas variables reflejan el costo público del escándalo en que vive el país. Ello tiene un costo privado que se puede proyectar en pérdida de captación de recursos o en la erosión de la sustentabilidad del mercado nacional. De ello debe dar cuenta el incremento del riesgo-país (una de cuyas consecuencias es, por ejemplo, encarecer el pago de la deuda).
Frente a este asalto de la irracionalidad a los estamentos dirigentes del gobierno y de muchas de sus instituciones, la obligación del presidente de la República es cauterizar inmediatamente el foco de infección y salvar lo que tiene de sano la dirigencia política nacional.
El presidente, en el más breve plazo, debe dirigirse a la Nación anunciando que recuperará el principio de autoridad, que no tolerará más los caprichos de sus asistentes, que limpiará Palacio y a su partido de intrigantes y que colocará en los puestos de responsabilidad a gentes probas y serenas.
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