Hoy, 14 de enero, entró en vigencia la ley que, en apariencia, liberaliza en Cuba la posibilidad de sus ciudadanos de viajar al exterior. Sin embargo, la norma mantiene claramente vigente la potestad del Estado cubano de denegar, sin contestación posible, el pasaporte a quienes simplemente no desee entregarlo.
Esta norma, a diferencia del resto de las reformas vinculadas a la parcial y morosa liberalización económica, pudo ser el gran paso que quebrara el arbitrio dictatorial castrista sobre sus compatriotas y que certificara el verdadero retorno de Cuba al mundo tan promovido institucionalmente por los Estados latinoamericanos pero cuyas libertades correspondientes han sido tan poco exigidas.
En efecto, siguiendo la tendencia de pequeños pasos de apertura desde que Raúl Castro asumiera el poder, la norma se encarga de limitar estas expectativas mediante su propia denominación, racionalidad y controles.
Así, el Decreto Ley 302 no se proclama con alguna denominación alusiva al derecho fundamental de libre tránsito de las personas sino con la que corresponde a su más burocrático motivo: la “modificativo de la ley 1312, ‘Ley de Migración’ de 20 de setiembre de 1976”.
Y sus razones son más prácticas y administrativas (el tiempo transcurrido bajo la antigua ley, el aprovechamiento de las experiencias adquiridas y la adecuación a las necesidades de trasmisión de bienes de los que emigran) y hasta exculpatorias (la emigración ilegal atribuida al bloqueo “genocida” de los Estados Unidos) que fundadas en las libertades elementales reconocidas por cualquier Estado americano.
Así, el legislador cubano se esmera, in extremis, en reiterar los fueros del Estado para explicar un lugar común: un pasaporte es necesario para salir o ingresar a Cuba según el artículo 1, y corresponde recibirlo... a un “ciudadano cubano” (art. 9.1-). Esa disposición entra en materia cuando el legislador identifica a quiénes no tienen derecho a ese instrumento de tránsito: según el artículo 23 al pasaporte no accederán obviamente los delincuentes, pero tampoco, los que caen dentro de las exigencias de la defensa, la seguridad y de interés público (sin mencionar cuáles son éstas ni quién las califica) ni a los ciudadanos necesarios para “preservar la fuerza de trabajo calificada para el desarrollo” (sin establecer criterios ni excepciones para estos profesionales sin libertad de movimiento).
Tales obstáculos son erigidos de manera tan genérica y ausente de condicionalidad o derecho a la apelación que es evidente que, si el gobierno lo decidiera, la ley podría entrar en vigencia sin cambiar en absoluto la política cubana de viajes al exterior. Si ese no es el deseo del Estado cubano, éste no se ha tomado la molestia de precisarlo.
Si bien es verdad que ya no se requiere al respecto la invitación extranjera y que se amplía de 12 a 24 meses la estadía en el exterior sin mayores requerimientos, la vocación y los medios controlistas sobre los ciudadanos siguen instalados en la norma.
Ello sería menos preocupante si el gobierno cubano no fuera responsable de los miles de fallecidos en el mar intentando escapar de la isla y, por tanto, menos violentamente proclive a no reconocer el derecho al libre tránsito (de lo que América Latina tampoco le pide cuentas). Pero no lo es y, por tanto, es legítimo y razonable dudar sobre la disposición cubana a reconocer ampliamente a sus ciudadanos esa libertad fundamental cuando el marco regulatorio ofrece sólo mejoras formales al respecto.
A ese escepticismo contribuyen factores externos aducidos para proyectar el poco éxito de la norma. De un lado están los argumentos falaces (los requerimientos de visas de terceros Estados no disminuirán frente a la nueva normativa cubana) y, del otro está el crudo realismo con que los vecinos afrontan la materia (ni Estados Unidos ni ningún país de la cuenca del Caribe está dispuesto a acoger un súbita ola de nueva emigración cubana).
A pesar de ello muchos esperamos que la presión de los cubanos sobre esta pequeña apertura en el muro que los sigue separando del mundo obligue a expandirla ampliamente. Mientras tanto, ese muro no deja de parecerse aún al muro de Berlín.
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