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  • Alejandro Deustua

La Nación Desgarrada

A la espera de los resultados de la segunda vuelta 25 millones de peruanos aptos para votar está divididos en dos frentes antagónicos separados apenas por el 0.3% de votos mal contados por la autoridad electoral. ¿Cómo llegamos a esta situación perversa y sin horizonte cierto cuando en mayo los dos candidatos que pasaron al balotaje apenas representaban 15% y 11% del total evidenciando un escenario electoral de extraordinaria fragmentación?.


La respuesta no es simple. Pero parte de una muy mala ley electoral que obliga al ciudadano a elegir entre dos bandos con votos minoritarios, sin importar la magnitud de su triunfo parcial, con el propósito de lograr un gobierno fuerte y/o legítimo. Pero la realidad de 2021 mostró como triunfadoras a dos minorías liliputienses resistidas por más del 70% de la población sin alcanzar, juntas, ni el 30% de los votos. ¿Cómo extraer de ellas la legitimidad buscada sino a través de un artificio legalista que no hizo excepciones cuando fue concebido?


Las consecuencias están a la vista: una ciudadanía desgarrada, una Nación que pierde fundamento cohesivo y un Estado sin capacidades reales de generar gobernabilidad en el corto plazo. Y esto en medio de una crisis sanitaria (que ha causado en el país más de 180 mil muertos según información de Johns Hopkins University) y otra económica (que subirá el nivel de pobreza este año a 24% con niveles de precariedad de 58% según Macroconsult). La anarquía está a la vista.


Si para lograr sitio en el Congreso la ley exige un mínimo de votos (una valla electoral de 5%, 6% para las alianzas y lograr al menos 5 curules) que den significado cuantitativo a la representatividad, no otra cosa debiera esperarse para ir a un balotaje (segunda vuelta) de modo que el Jefe de Estado se apoye en una legitimidad real pero sobre una mínimamente sólida base propia y no en una pantomima electoral obligatoria que emerge más del rechazo al contendor que de la militancia propia.


Una segunda explicación surge de la fragilidad y torpeza de nuestra autoridad electoral (que, sin embargo, es elogiada hoy por instituciones locales y extranjeras) basada en reglas igualmente poco razonables. Esta autoridad ha permitido, de un lado, que una candidata acusada de pertenecer a una organización criminal por lavado de activos, pueda participar en el proceso electoral sin que previamente se hayan eliminado los cargos. Y del otro, la autoridad ha autorizado que un candidato compita como un ciudadano hábil no obstante estar investigado desde 2017 por relaciones con Sendero Luminoso en tanto miembro activo del Movadef (un órgano de pantalla senderista) sin que el Poder Judicial o la Fiscalía hayan tomado las acciones del caso.


Si es evidente que la condición legal de los candidatos está en cuestión, es inexplicable que la autoridad electoral haya permitido que éstos postulen sin recomendar, por lo menos, que la autoridad judicial tome acción y sin proponer la corrección de la norma que tolera esta anomalía.


Y, aceptando que la autoridad electoral no podía hacer otra cosa bajo las circunstancias normativas actuales, es inconcebible que la ONPE haya dado por buena la presentación del programa electoral de Perú Libre cuando es evidente para todos que se trata sólo de un documento ideológico cuyos contenidos se orientan al desmantelamiento de las instituciones que la Constitución vigente establece y protege.


Como si ello no fuera suficiente, la autoridad electoral evidencia hoy flaquezas para dar solución a las impugnaciones de actas presentada por los partidos en pugna, no ha exigido a éstos que cumplan con garantizar la vigilancia de un número de personeros suficientes y ha emitido normas de ampliación de plazos para presentar esas impugnaciones para, en el mismo día, revertir tal norma. Si esa autoridad no brinda seguridad jurídica al proceso ni al elector es inadmisible que se intente apresurar el proceso absolutorio argumentando que el conteo ya terminó como lo han hecho algunas instituciones observadoras y autoridades políticas de alto rango.


De otro lado, la beligerancia de la ciudadanía polarizada (todo lo contrario a lo que se espera del incremento legitimidad en el balotaje) no surge, en apariencia, de una oposición ideológica racional sino quizás de un actitud psicológica colectiva. Ésta impulsa la identificación grupal con un candidato con el que antes había fuerte antagonismo o neutralidad (Fujimori) debido a que se percibe al otro grupo como el enemigo mayor en tanto sus integrantes se han sumado, por tendencia, a una candidatura de prosapia ilegal y que no respeta casi ningún valor ciudadano reconocido (Castillo).


Es entonces que el primer grupo imputa al segundo una proclividad totalitaria asociada a la ideología del candidato (marxismo, leninsimo, maoísmo, etc.) y el segundo asocia al primero a un fascismo emergente (con la participación de la academia extranjera). Así, la Guerra Fría se ha instalado en la población peruana asegurando diversos escenarios de confrontación entre “derechas” e “izquierdas” mientras la Nación se desgarra.


De otro lado, aparecen los actores externos. Estos cubren un amplio espectro que va desde los institucionales (los observadores internacionales que avalan una elección de acuerdo a estándares propios que obedecen, en este caso, también a intereses propios de estabilidad o algún otro tipo o falencia vinculada quizás a su propia incapacidad logística; ONGs reconocidas que convergen inercialmente con la proclividad de los observadores institucionales cuya opinión se esparce por el mundo) hasta académicos de prosapia, incluyendo a algunos de universidades extranjeras muy reputadas, que desean cumplir un rol –que quizás ya cumplieron en otros países de la región- y que probablemente les servirá en sus respectivas carreras.


Luego se desenmascaran los representantes de partidos políticos internacionalmente organizados como los que integran el Foro de Sao Paulo, que se apresuran a reconocer la victoria del candidato de izquierda al margen de cualquier norma democrática. Frente a ellos, la Cancillería local no actúa sea porque su tradición es esencialmente interestatal, sea por militancia eventual de algunos de sus miembros de mayor visibilidad (entre los que se encuentran aquellos que se acercan públicamente al candidato correspondiente y los que han pertenecido a organismos observadores).


Y finalmente están los gobiernos (Argentina, Venezuela, Bolivia, etc.) y ex-gobernantes (Correa, Morales, etc.) que se pronuncian en el mismo sentido. Sólo en relación a los primeros la diplomacia local encuentra algún medio de defensa (quizás sólo decorosa) en tanto permiten la remisión de tradicionales notas de protesta a raíz de normas interestatales violentadas (el principio de no intervención).


Por lo demás, cuesta creer que la matriz de la institución que ejerce la política exterior, que tiene hace años representantes en el interior del país, no haya estado enterada de la corriente social que se formaba en estos tiempos alrededor del candidato Castillo. Si no lo estuvo, reveló una flaqueza adicional.


A este conjunto de factores debería poder añadirse la actitud de los denominados poderes fácticos (por lo menos, los empresariales). Pero hoy éstos guardan silencio medieval o trabajan en la oscuridad.


Como consecuencia de esta situación de beligerancia civil, de desmembramiento nacional e impotencia estatal, es previsible, en el plano externo, una tríada de escenarios, por lo menos.


El primero indica, si gana Castillo, que la forma de entender el Estado, el interés nacional y la proyección externa cambiará radicalmente llevando al Perú hacia el extremo opuesto de lo que establece su tradición e inserción actual. En consecuencia, los interlocutores y los alineamientos nacionales prioritarios cambiarán sustantivamente para acercarnos a potencias anti-occidentales, algunas disfrazadas de patriotismo regionalista. En el proceso, puede esperarse la revisión, abierta o escondida, de los instrumentos jurídicos (tratados, por ejemplo) que hemos suscrito con nuestros interlocutores hasta hoy. Ello se facilitará por la ausencia de intermediación diplomática en tanto la Constitución faculta al Presidente a dirigir la política exterior


El segundo escenario indica que la proclividad radical de Castillo (si éste gana) y Cerrón, podría ser intermediada por un servicio diplomático que intentase cumplir con su deber o que simplemente estará luchando por su sobrevivencia frente al embate de miembros del partido ganador que se instalarían en Torre Tagle. En ese caso, la relación regimental con los principales interlocutores estaría sujeta a revisión antes que a modificación inmediata y a establecer los requerimientos de las nuevas prioridades. En ese caso, el trato con el Perú sería percibido como esencialmente incierto.


El tercer escenario es el que corresponde a un triunfo de Fujimori. En él, tampoco se mantendría el statu quo externo en tanto que, probablemente, la búsqueda de protección y seguridad externa se incrementaría. Y tampoco se mantendría el statu quo interno porque la sensación de inseguridad presidencial se expresaría en una eventual incorporación de agentes partidarios o de tecnócratas leales aunque sin repetir el escenario de 1992.


Los peruanos debemos saber a qué atenernos, especialmente si, bajo estas circunstancias, ningún gobierno podrá eventualmente cumplir el ciclo que establece la Constitución. Salvo que uno de ellos establezca una dictadura indeseable. Ésta debe ser precluida mediante un gran entendimiento nacional sobre asuntos muy concretos de necesidad nacional (sanidad y economía) y algunas reformas sociales (cobertura de servicios) que no excluyan ir a una nueva elección.


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