A pesar de la renovación institucional venezolana y de su íntima vinculación con un modelo político, ese Estado vive hoy una crisis típica del liderazgo carismático. La irresponsabilidad del presidente Chávez, ya no de organizar el Estado venezolano a su sombra y la del socialismo del siglo XXI, sino de condicionar el gobierno a su reelección indefinida, hoy es confrontada con una crisis de transferencia del poder.
No obstante contar con el mayoritario apoyo popular, el dominio de los poderes del Estado, la filiación de las fuerzas armadas y de las milicias creadas por el régimen, la persistencia de Chávez en reelegirse sabiendo que no podía continuar en el gobierno ha sumergido a Venezuela en un pantano legal que tendrá serias consecuencias internas e internacionales.
Recluido en La Habana por insuperables problemas de salud que él conocía de antemano, Chávez no podrá juramentar para iniciar una nueva etapa de gobierno frente a la Asamblea Nacional –o, en su defecto, frente al Tribunal Supremo de Justicia, como lo manda la Constitución bolivariana.
Frente al vacío legal, la Asamblea Nacional ha decido, mediante atribuciones cuestionables, prorrogar la juramentación del cargo luego de que éste expire el 10 de enero. Y a pesar de que con él termina la función del Vicepresidente Maduro, éste actuará en apariencia como encargado del gobierno a pesar de que la interpretación constitucional más sensata frente al impasse concluye en que ese cargo corresponde al presidente de la Asamblea Nacional. Como en este caso los venezolanos no están aún frente a la “falta absoluta” del presidente electo (Chávez), la “falta relativa” del mismo antes de su juramentación (situación no contemplada en la Constitución) debería seguir la suerte de la norma explícita.
Por lo demás, de producirse la “falta absoluta” (que depende de la declaración de incapacidad médica de Chávez), la Asamblea debería convocar a elecciones que el candidato Maduro, designado por el propio Chávez, debería poder ganar bajo las actuales circunstancias. Pero si nadie desea declarar la incapacidad del carismático presidente electo y el gobierno no desea optar por esa alternativa es porque el riesgo de la sucesión es mayor y porque sus impactos externos ciertamente no son insignificantes.
En el frente interno las muestras de unidad de los miembros del gobierno y del partido oficial –el PSUV- ya han sido oportunamente expresadas. Pero, como en toda entidad política sujeta al mandato incuestionado del autócrata, las pugnas de poder dentro de las instituciones creadas para eternizarlo pasarán de la latencia a los hechos cuando el líder mesiánico desaparezca.
Estas instituciones tienen sobre la sociedad venezolana poder de coerción real sea a través del uso de la fuerza (las fuerzas armadas –instaladas en casi todas las organizaciones “civiles”- y las peligrosas milicias armadas) o de la presión política (el PSUV y sus belicosas organizaciones de base –las “comunas”- y sus –dominantes partidarios instalados en los demás poderes del Estado). Pero en tanto el poder ejercido por ellos pertenece en realidad a Chávez, aquél será parte de la herencia que el Vicepresidente Maduro –o sus rivales eventuales- no tendrán la capacidad de asimilar suficientemente ni de administrar adecuadamente.
Estas fisuras internas pueden tardar en aparecer, pero aparecerán. Y lo mismo ocurrirá dentro de la esfera de influencia venezolana (especialmente el ALBA). Si su liderazgo corresponde naturalmente a Cuba (de la que Chávez se ha servido a cambio de la estratégica presencia cubana dentro de Venezuela), éste podría ser disputado por otros líderes carismáticos del área. Sin embargo, careciendo éstos del poder económico, político y militar de Venezuela, la titularidad del liderazgo recaerá en la dirigencia política de la isla castrista.
Ello facilitaría a Cuba una mayor injerencia en Venezuela. Sin embargo, en tanto el régimen castrista se ha embarcado en un complejo proceso de transición política y económica cuya estructura suma vulnerabilidad a su debilidad, quizás éste no pueda consolidar esa influencia.
Si este escenario es calificado por una progresiva apertura cubana en un contexto de pérdida de liderazgo venezolano, ello conduciría a una debilitamiento sustantivo del ALBA pero quizás también a la predisposición de sus miembros a encontrar socios que compensen el debilitamiento de su núcleo de cohesión.
Una corriente contraria podría surgir, sin embargo, si la fricción que produce la crisis económica internacional y la fuerte tendencia al realineamiento extrahemisférico conduce a Cuba y a los socios del ALBA a redefinir sus vínculos con potencias no occidentales (Rusia, China) o antioccidentales procurando, sin sustento de poder, acelerar lo que aquellos entienden como el escenario multipolar y cerrar posiciones contra el libre comercio y otras libertades en lugar de mejorar su inserción económica y política.
Esta alternativa es una probabilidad estratégica real. Pero quizás no mayor que la que sugiere un replanteamiento de la relación con Estados Unidos siguiendo tres tendencias en formación: la tendencia norteamericana a no involucrarse en más conflictos, el reposicionamiento económico de México debido, en buena medida, a la leve recuperación estadounidense (que las cuentas pendientes del abismo fiscal y de la deuda pueden arruinar) y la debilidad fundamental de la economía venezolana.
De la primera y segunda tendencia da cuenta el diálogo venezolano-norteamericano para restaurar la relación diplomática y el interés estadounidense en que la crisis venezolano no desestabilice la Centroamérica ni la cuenca del Caribe. Ello depende, sin embargo, de que Estados Unidos no sea afectado por una nueva recesión (un imponderable aún) y de que Venezuela pueda cumplir mínimamente con las facilidades de aprovisionamiento petrolero que brinda a Cuba y al resto de los miembros de Petrocaribe.
Esta última condición será difícil de cumplir, sin embargo, debido a los serios problemas que afronta la economía venezolana. Efectivamente, con una proyección de crecimiento para el 2013 de apenas 2% (CEPAL) y una perfomance sustentada en el gasto público financiado por la renta petrolera (que PDVSA canaliza) y el endeudamiento, la economía venezolana se fundamenta en el consumo (que ha empujado las importaciones por encima del 21% -mientras las exportaciones apenas se han incrementado en 3.9% deteriorando los términos del intercambio), el comercio y la construcción. Esa precaria base (la inflación es de 18.5%, la producción de petróleo apenas creció 0.7% en el tercer trimestre y la inversión extranjera ha sido negativa) explica la insustentabilidad de la caída del desempleo (de 8.6% a 8.3%) y del crecimiento del salario (29.7%).
Por lo demás, en un contexto de laxa demanda petrolera, los ingresos por exportaciones de crudo (90% del total y 30% del PBI venezolano) difícilmente puedan sostener los extraordinarios subsidios con que Venezuela sufraga las necesidades energéticas de los 17 miembros de Petrocaribe (que pagan 1% de interés por un precio superior a US$ 40 en plazos que pueden llegar hasta 25 años).
Pero si el poder petrolero venezolano derivado de sus extraordinarias reservas no podrá ejercerse a este ritmo por mucho tiempo más y la crisis política se incrementa, las ganancias latinoamericanas derivadas de la pérdida de influencia de Venezuela y del sustento del ALBA podrían aún ser atajadas por la creación de inestabilidad ya no en el Caribe sino en Suramérica si los miembros de UNASUR no adoptan los recaudos del caso: la apertura de Venezuela debiera ser estimulada en la región y el alternativo empecinamiento del chavismo debiera ser oportunamente neutralizado.
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