El tránsito hacia un sistema internacional que no sea unipolar es un cambio estructural de implicaciones impredecibles.
Sin embargo, algunos países (muchos de ellos latinoamericanos) aspiran a esta sistema como si tratara de una garantía de democratización de las relaciones internacionales o como una forma de diversificación del poder con resultados estables.
Sobre estas motivaciones cabe todo tipo de dudas. Y no porque los sistemas bipolar o unipolar sean mejores sino porque el sistema multipolar no lo ha sido a la luz de la experiencia. En efecto, desde que en el siglo XVII apareció la mutipolaridad eurocéntrica, Europa fue un escenario de creciente beligerancia. Y no sólo por la cantidad de potencias participantes si no por la disposición al conflicto que ésta genera y la ausencia de un decisivo factor de equilibrio. Ese factor de equilibrio, el balance de poder, fue emergiendo con mayor utilidad para los Estados conforme la estructura del sistema encontraba un menor número de actores capaces que permitiera un menor desorden en el sistema. Complementado por los beneficios económicos de la revolución industrial, el sistema multipolar parecía más estable. Sin embargo fue éste el que, a partir del siglo XIX, no pudo impedir los mayores cataclismo bélicos que el mundo haya experimentado en la primera mitad del siglo XX. En cambio, el sistema bipolar emergido después de la 2ª Guerra Mundial trajo consigo un orden fundado en el poder y en instituciones multilaterales que, a pesar de la Guerra Fría, brindaron una inédita estabilidad. Ésta fue alterada por el potencial de poder creciente en los actores principales, las limitaciones de la política de contención y por la emergencia de Estados de reciente independencia. En esos escenarios se libraron las guerras calientes de la Guerra Fría mientras que la emergencia de sus agentes estatales procuraban un cambio de orden internacional que fue concurrente con un declive del ritmo de crecimiento global y con la alteración de la institucionalidad de Bretton Woods. El progreso incremental fue acompañado de competencia incremental entre países desarrollados y en desarrollo, entre países capitalistas y comunistas y y entre los propios países capitalistas amortiguada por procesos de integración y nuevos regímenes que, de manera paralela, aumentaron los vínculos de interdependientes y de estabilidad sui generis. Cuando el sistema devino objetivamente en unipolar a finales del siglo XX la superpotencia a cargo no ejercía ni una función imperial (situación que, al margen de los imperios regionales, nunca ha ocurrido salvo en las civilizaciones cerradas) ni una hegemonía capaz de proveer adecuadamente de bienes comunes al conjunto de la comunidad. De allí que ese escenario se calificara como apenas “un momento unipolar” basado en una primacía tecnológica y militar. Hoy cuando la estructura del sistema muta hacia una nueva configuración, la falta de provisión de esos bienes comunes es más notoria (las crisis económica, ambiental y de gobernabilidad lo demuestran) al tiempo que la competencia se incrementa entre Estados, entre empresas y entre individuos que, agrupados esencialmente en nuevas clases medias, demandan más y obtienen relativamente menos. La inestabilidad es la seña cada vez más visible del progreso y del cambio estructural hacia una multipolaridad indescifrable pero señalada por la mayor competencia, el mayor potencial conflicto y la mayor interdependencia. Esta dinámica ocurre más por el incremento de capacidades de cada Estado o asociaciones estatales, empresariales y de individuos y por las interacciones entre ellos que por un establecimiento de nuevos regímenes internacionales de alcance global (en este ámbito sobresalen los regímenes especializados). En ese proceso la expansión del ámbito liberal político y económico es también creciente pero es menos diáfano y más asimétrico. Los que aspiran a la multipolaridad sin crear capacidades propias, sin organizar regímenes estabilizadores ni mayor interdependencia para sobrevivir en ella pueden perderse en el camino.
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