22 de marzo de 2006
Sobre la base de un malestar evidente pero irracionalmente expresado, los peruanos están a punto de satisfacer su frustración mediante el sacrificio de la modernidad económica (que todavía espera mejores políticas generadoras de bienestar, equidad y desarrollo) y de la democracia representativa (que aún debe crear confianza, legitimidad institucional y paz social).
Una candidatura que nace del fascismo racista, que evoluciona hacia el nacionalismo excéntrico, que convoca oportunistamente la rabia de los excluidos por un modelo económico inflexible y por un Estado injusto y que termina disfrazándose de un partido originalmente democrático (la UPP) creado por un internacionalista reconocido (Pérez de Cuellar), está a punto de arrastrar al Perú a la senda de la inestabilidad andina de la que, hasta hoy, se ha librado. No son éstas calificaciones arbitrarias sobre otro “outsider” que aparece, como Fujimori, en el momento exacto en que el descontento popular puede ser explotado. Nacen aquéllas de la evidencia que muestra el ideario etnocacerista suscrito originalmente por los Humala (1). Este cúmulo de pesadillas, que vuelca sobre el Perú el mito de la raza superior (la cobriza), la disolución del mercado (privilegiando el trueque), la magnificación del rol del Estado (al que las familias deben el depósito de sus hijos) y la glorificación de la confrontación internacional, es la cuna ideológica de quien hoy pretende la Jefatura del Estado y la representación de la Nación. La evolución “nacionalista” de este enjambre fascista, transitó luego por una cobertura paramilitar –la que proporcionan los reservistas de las fuerzas armadas- y militar –que proviene del grado que ostenta el oficial Humala y de la debilidad que mostró la oficialidad mayor para controlarlo luego de los sucesos insurreccionales de hace pocos años. Deducir de ello un engarce del candidato en cuestión con ciertos mandos de la Fuerza Armada no es, en consecuencia, ninguna exageración. Posteriormente la curiosa tendencia trasnacional del nacionalismo otorga a la evolución ideológica del humalismo una fuente de poder que encuentra en el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, un puntal antisistémico adicional. El vínculo con el presidente Chávez, otro oficial golpista de peculiar ideología, encadena la candidatura del oficial Humala a la alianza estratégica cubano-venezolana que pretende subvertir el orden regional y coludirse –a través de vínculos con potencias de amplio y cuestionado prontuario como Irán- para, desde su particular perspectiva, contribuir a redefinir el balance de poder global nada menos.
Desde esa versión del nacionalismo sustentado en el poder militar, en el sojuzgamiento de las instituciones democráticas y en la alianza con la dictadura cubana (a la que puede atribuírsele la exposición de América Latina a la guerra nuclear en 1962, la subversión permanente y la erosión del sistema interamericano para empezar) el candidato Humala emprende otra evolución.
Ésta aún no se centra en el antinorteamericanismo declarado (aunque ya accederá el candidato a esta versión antioccidental) sino en la vinculación con el indigenismo cocalero del presidente Evo Morales. El retorno a los orígenes etnocaceristas del candidato encuentra acá un camino aligerado por la sencilla razón de que quien lo replica es ahora el presidente de un país que, como Bolivia, tiene especial afinidad histórica con el Perú (y su presidente goza del buen trato consecuente). La dimensión étnica de la vinculación con el presidente Morales tiene, además, el potencial geopolítico que tiene Bolivia: la proyección al corazón suramericano pero lastimosamente envuelta, esta vez, en el vínculo con el narcotráfico propio de los gremios cocaleros.
Finalmente la evolución del candidato en cuestión culmina con dos formalidades extraordinarias. Primero adquiere la legitimidad partidaria de una agrupación cuyo internacionalista y liberal exfundador jamás imaginó que podía servir para avalar lo contrario a su convicción: una candidatura auoritaria de nacionalismo cerrado e impulsada por un grupo de empresarios con larga y compleja inserción en el mercado nacional.
Segundo, la evolución termina con un plan de gobierno de última hora y de economicismo visible en el que el acápite sobre asuntos internacionales se limita a ponderar la integración regional y la revisión de contratos. Ningún diagnóstico del escenario de inserción, ni de sus problemas, ni rol alguno para el Perú en ese contexto se vislumbra en ese documento.
No sabemos si el candidato Humala ha reducido su perfil agresivo en el último momento. Pero los antecedentes dicen que, de triunfar, el Perú perderá el atributo de ser el país más estable de la precaria subregión andina, devendrá en un interlocutor poco fiable en la comunidad internacional (que la relación con Chávez y Castro intentará transformar en abiertamente confrontacional) y se marginará de la ruta del progreso emprendida por los países del Cono Sur y México.
La rabia de los peruanos excluidos ciertamente tiene otras alternativas de canalización moderna y legítima.
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