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  • Alejandro Deustua

Elecciones y Política Exterior en Chile

12 de diciembre de 2005



La postergación hasta el 15 de enero de la elección, en segunda vuelta, del nuevo presidente de Chile genera menos incertidumbre en sus vecinos que lo que podría producir el mayor desafío de un candidato en alza (el señor Piñera) sobre otro oficialista que, habiendo triunfado en primera ronda y siendo aún favorita, no parece poder ampliar demasiado su caudal electoral (la señora Bachelet). Considerando los grandes rasgos de continuidad en la oferta de política exterior de ambos candidatos y en el Estado chileno, el margen de imprevisión es aún menor. Ese pronóstico es una buena noticia subregional teniendo en cuenta la polarización de la contienda electoral boliviana del próximo 18 (y los signos de inestabilidad que ésta emite) además de la incertidumbre que produce el proceso electoral peruano a llevarse a cabo el próximo abril. Pero si la continuidad es sinónimo de predecibilidad, el triunfo probable de la señora Bachelet no asegura un mejoramiento de la relación con el Perú si ésta se mide sólo por la incidencia del diferendo de delimitación marítimo entre las partes.


En efecto, el enfoque del programa de política exterior de la candidata Bachelet en relación con el Perú no incluye el diferendo marítimo ni directa ni indirectamente como tema de agenda dentro del enfoque cooperativo que prioriza las áreas comercial, de migraciones y de fomento de medidas de confianza. A diferencia de Bolivia, Estado con el que se propone un diálogo sin exclusión de ningún tema respetando los tratados internacionales (fórmula clásica para referirse al problema de la mediterraneidad), el programa en cuestión no alude de manera semejante al reclamo peruano.


¿Puede concluirse de ello que no habrá disposición alguna a tratar la materia con un socio con el que Chile requiere de mayor interdependencia para lograr una mejor inserción regional? Si se interpreta literalmente la propuesta de la señora Bachelet, la respuesta es afirmativa: Chile no dialogará con el Perú al respecto. Pero hay dos razones para suponer lo contrario. Primero, la disposición mostrada por el Canciller Ignacio Walker para concurrir a la Corte Internacional de Justicia evidenciaría que no sólo hay reconocimiento de la controversia marítima, sino que se estaría optando por un método de solución jurídica de la misma como política de Estado. La segunda deriva del eventual nuevo diálogo con Bolivia. En tanto se entiende que no puede haber solución al problema de mediterraneidad de ese país comprometiendo territorios que fueron peruanos, el trato de Chile con el Perú tendrá que producirse de todas maneras. Éste, a su vez, no podrá llevarse a cabo sin algún arreglo en torno a la delimitación marítima (la eventual proyección territorial boliviana sobre el Pacífico no podrá hacerse a costa de un derecho peruano). Éste es un escenario trilateral ya contemplado con anterioridad que podría abordarse por etapas sucesivas (la eventual mejor alternativa) o simultáneamente (si los próximos gobernantes decidieran zanjar la problemática de una manera más rápida y eficaz). Ello dependerá, por cierto, de quién asuma la presidencia de Bolivia el próximo año (un gobernante radical contribuirá a agravar la inestabilidad subregional y, ciertamente, no ayudará a aliviar el problema histórico). Pero esta lógica será una función de cuatro escenarios. Primero, si Chile decide intensificar el proceso de integración regional y hemisférico, el trato del problema marítimo será un obstáculo que el próximo gobernante debiera tratar de resolver si desea añadir confianza y estabilidad material a la inserción económica. Quizás el rol de Estados Unidos (que en prinicipio, ha definido el problema como “biltareal y técnico”) sería acá una innovación esperable. Segundo, si en cambio, Chile decide privilegiar su aspiración a constituirse en una potencia occidental emergente que lo acerque a sus modelos referenciales (Canadá, Nueva Zelandia, los países nórdicos), el trato del problema territorial puede pasar a un segundo plano (salvo que se considere la predisposición de esas potencias a emplear el derecho internacional público para resolver problemas y procurar una consolidación más eficiente en la periferia del núcleo occidental).


Este escenario desaparecería si la señora Bachelet no gana y si persisten, en ciertas instituciones chilenas, visiones clásicas de la geopolítica regional. Tercero, la interconexión de los dos primeros escenarios debiera enrumbar a Chile en un proceso de solución más práctico que reclamará el largo plazo. Éste probablemente dependerá de concesiones que quizás intente obtener en otros campos y de las seguridades que se brinden a una sólida reapertura del conjunto del marco de la relación bilateral peruano-chilena. Éste es el escenario en que el trato procesal de la controversia “por cuerda separada” afirmado por Chile hace pocos meses podría desenvolverse al tiempo que los agentes económicos y sociales de ambas partes interactúan con mayor fluidez. Cuarto, el escenario de “no diálogo” ni alternativa de solución jurídica con el Perú es ciertamente posible. Sin embargo, si triunfa la señora Bachelet, este escenario no sería consistente con sus propuestas liberales de mayor interdependencia regional e incremento del multilatealismo en función de una mejor gobernabilidad global. Dos asuntos espinosos con dos vecinos insistentes restará mérito a ese propuesta. Similar situación ocurriría si, frente a un eventual triunfo del señor Piñera, el nacionalismo emergente en la región –especialmente el de características irracionales- enturbia las relaciones de mercado entre las partes. En este caso, sin embargo, el patrón de conducta prevaleciente orientaría al vecino a no considerar el tema.


En ese caso el nuevo clima en la región tendería a generar mayor desconfianza y una peor correlación de fuerzas que siempre será necesario corregir. Ello no es conveniente para nadie si los intercambios positivos de la interdependencia, que incluyen el ámbito de la fricción, deben seguir prevaleciendo sobre la tendencia inercial de ciertos actores gubernamentales que, quizás sin desearlo, están contribuyendo a definir un escenario de conflicto en el Pacífico sur suramericano.

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