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  • Alejandro Deustua

El Sistema Interamericano y la Inexistencia de Seguridad Colectiva

Cuando en 1991 se disolvió la URRS y la Guerra Fría había terminado, la Comisión de Seguridad Hemisférica del sistema interamericano fue comisionada para otorgar una nueva racionalidad a la seguridad colectiva en América. Aunque el TIAR la había proporcionado sólo en algunos casos, su mandato se mantenía con apariencia anacrónica y se ejercía con gran arbitrariedad.


Más allá de esa realidad, la confusión se apoderó de esa Comisión que, a falta de respuesta, recurrió al extremo de indagar por aspiraciones, prioridades y preferencias nacionales a través de encuestas.


De ese proceso surgió un conjunto de definiciones (seguridad integral, seguridad cooperativa, seguridad multidimensional y hasta aproximaciones a la seguridad ciudadana). Ese stock de diversidad conceptual mostró que, sin Guerra Fría, los miembros del sistema interamericano no percibían amenazas comunes suficientemente cohesivas. Sin embargo, al respecto, no les parecía mal innovar.


En el peor de los casos, los plurales resultados evidenciaron que si ninguna amenaza era lo suficientemente compartida, lo que quedaba del régimen del TIAR podía subsistir como un foro de discusión no operativo sin ningún daño para la supuesta comunidad hemisférica.


Decimos supuesta y no inexistente porque algo quedaba de esa entidad hemisférica. Si una comunidad se definen por sus principios comunes y un sistema por sus intereses compartidos, la primera mostraba todavía algún pulso vital.


Entre otros factores, éste era estimulado por la emergencia de un consenso liberal en la región que destacó como prioridad formal, desde 1947, la democracia como esencialmente ligada a la defensa común. Posteriormente, el concepto de democracia como objeto de cohesión y de protección se redefinió en los términos de la democracia representativa de manera consonante con los principios establecidos en la Carta de la OEA.


En ese marco, la “cláusula de seguridad” definida en términos de que el ataque a uno es considerado como ataque a todos (art. 3 del TIAR equivalente al art. 5 del tratado de la OTAN) renovaba un fundamento. Y el sistema, que incluía los conceptos de agresión armada y no armada, parecía encontrar un nuevo basamento para la definición de amenaza (que seguía siendo externa e interna).


Es más, la Resolución 1080 de la Asamblea General de la OEA realizada en Santiago estableció que no era violatorio del principio de no intervención la preocupación colectiva por la quiebra del orden democrático en algún país miembro y que, en consecuencia, los cancilleres americanos podían reunirse para considerar esa preocupación.


Los desarrollos posteriores en la defensa colectiva de la democracia representativa incrementaron la sostenibilidad del consenso político americano hasta que se suscribió la Carta Democrática el 2001 en Lima. De ese consenso emergieron las sanciones contra el Perú cuando se produjo el golpe de Estado de 1992 y también el mandato de restablecer el orden interno (proceso que culminó con la Constitución de 1993).


Por lo demás, a ese consenso político se había agregado en el sistema el consenso económico vinculado a las reformas liberales realizadas a lo largo de la última década del siglo pasado.


Pero este sustento no fue aprovechado para clarificar el concepto de seguridad colectiva. Ésta, más bien, seguía siendo arrastrada por la eventualidad y la arbitrariedad. En ese marco los Estados americanos brindaron apoyo comunitario, a la respuesta estadounidense al ataque terrorista del 11 de setiembre del 2001 (que coincidió con la suscripción de la Carta Democrática).


En efecto, a pesar de la vigencia de la “cláusula de seguridad”, de la nueva “cláusula democrática” y de la interacción entre ellas, la confusión sobre la definición de seguridad colectiva permanecía irresuelta.


Ese estado de confusión hemisférico fue sumariamente clarificado por la Declaración de Bridgetown de 2003 que optó por una vía sencilla (y también socorrida cuando un conjunto de sujetos no encuentran solución a un problema): incorporar el conjunto de “nuevos” conceptos de seguridad en uno solo que prestase racionalidad a la suma de los factores económicos, políticos, económicos, sociales que los integraban. Así nació el concepto de “seguridad multidimensional” y también una novedad estratégica: el concepto de seguridad no emergía de una necesidad realmente compartida sino de una solución política a un problema conceptual.


Los representantes hemisféricos (pocos de ellos con especialización o cercanos a la materia) probablemente sabían que ese concepto era tan inmanejable como inoperativo. Pero salvaba las circunstancias en tanto brindaba, al menos, una clasificación clara de amenazas: las convencionales, las no convencionales (o nuevas amenazas) y las preocupaciones (más vinculadas a las de carácter social y a las de cada país).


Sobre esta base, las fuerzas armadas del hemisferio podían actuar colectivamente cuando fuera posible y oportuno.


Sin embargo la lista de nuevas amenazas (que ya se habían considerado con anterioridad entremezcladas con las “preocupaciones”) reaparecieron como el complemento operativo de la Declaración de Bridgetown poniendo en evidencia la dimensión inasible de la complejidad: terrorismo, narcotráfico, pobreza extrema, desastres naturales, trata de personas, ataques cibernéticos, accidentes marítimos, proliferación de armas de destrucción masiva integraban, todos juntos, el nuevo catálogo colectivo.


Ciertamente tal número y diversidad de amenazas difícilmente podrían ampararse bajo un concepto manejable de seguridad colectiva y mucho menos confrontarse comunitariamente cuando el TIAR carecía de la organización, logística, presupuesto y capacidades de una alianza.


Por lo demás, a la complejidad hubo que agregar la evidencia de la falta de compromiso latinoamericano con la aplicación del consenso político sobre la “cláusula democrática”. Así como proliferaban éstas formas de protección democrática en los regímenes subregionales (la CAN, el MERCOSUR, la UNASUR) asociadas a manera de protocolos complementarios a los respectivos tratados constitutivos de esas entidades, proliferó también su discriminatoria operatividad.


En efecto, la cláusula democrática fue expeditivamente aplicada a países chicos como Honduras y Paraguay pero fue conspicuamente obviada en el caso de Venezuela donde la quiebra del orden constitucional es manifiesto.


Cuando el caso fue visto en Lima, en lugar de evaluarse el quiebre constitucional en ese país, el conjunto latinoamericano (con la excepción posterior de Panamá) forjó la fantasía de que el orden democrático se mantenía intacto en Venezuela (es más, Perú, que ejercía la presidencia pro témpore de UNASUR, prefirió optar por ofrecer la solución política del diálogo en lugar de evaluar la legitimidad de las elecciones venezolanas y la forma cómo se desempeñaban sus instituciones).


Ello demostró que el consenso político hemisférico fue, en materia democrática, asunto de una década y que éste había involucionado hacia la fragmentación. La inoperatividad de la seguridad democrática (una forma de seguridad colectiva) no podía ya ser atribuida a la hegemonía norteamericana sino a los propios latinoamericanos que escondían sus diferencias en estos regímenes colectivos.


Es más, la fragmentación hemisférica, que había logrado renacer en el continente con el rechazo del ALCA por quienes habían suscrito ese compromiso en 1994, podía clasificarse ya en varios segmentos: una agrupación de países claramente afiliados a Cuba (Estado que, habiendo logrado, a través de terceros, que se eliminara su suspensión del sistema, decidió no retornar a él) encabezada por Venezuela y alineada en el ALBA (que agregó poder de voto a través de Petrocaribe); otro grupo de países (que, por su tamaño tienen aspiraciones mayores encabezados por Brasil y Argentina a los que puede sumarse Uruguay –pero no Paraguay- en el MERCOSUR- y que, en conjunto, no siguen políticas económicas y democráticas similares); y los países liberales del área (los del Pacífico cuyo futuro político no está consolidado y entre los que las amenazas convencionales derivadas de problemas limítrofes no han acabado).


En ese contexto regional pueden encontrarse intereses coincidentes y complementarios que pueden definir un sistema pero no los principios comunes propios de una comunidad. Es más, en tanto la divergencia de intereses nacionales en el ámbito intersubregional es cada vez más clara y la falta de orden interno cada vez más evidente, la anarquía (entendida como ausencia de orden superior) va reapareciendo en el sistema siguiendo una tendencia cada vez más visible en el sistema internacional.


En ese escenario, la seguridad colectiva es inexistente y hasta puede estar dejando de ser una aspiración que tiende a ser reemplazada crecientemente por la cooperación (uno de cuyos factores es también la fricción) en el área.


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