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Alejandro Deustua

El Retorno de Rusia a América Latina

En tanto las relaciones comerciales son normadas por Estados y por organismos interestatales ad hoc éstas tienen una manifiesta dimensión política. Ello no implica que las economías que se rigen por principios de libre comercio sean menos liberales o que estén orientadas al mercantilismo. Finalmente, son los Estados los que negocian y suscriben acuerdos de libre comercio.

Pero en tanto dichos acuerdos se fundamentan también en el interés nacional, éstos tienen un componente político. Así, aunque se prefiera obviar la materia, no es posible entender el acuerdo de libre comercio suscrito con Estados Unidos si no se recuerda sus antecedentes y fundamentos de seguridad. Y tampoco se comprende adecuadamente el acuerdo culminado con China si no se tiene en cuenta el menos estudiado interés nacional chino en acceder a Suramérica. En ambos casos, sin embargo, el contenido económico de los acuerdos suscritos con el Perú supera, con diversas intensidades a su dimensión política.


Ello no ocurre hasta hoy con el intento ruso de fortalecer la relación del Perú y con América Latina. La razón es simple: la oferta y la demanda actual entre las partes es escasa salvo en tres sectores estratégicos: los recursos energéticos, la transferencia tecnológica y la diversa demanda de armamento ruso en el área. A diferencia de lo que ocurre con Estados Unidos y, en menor dimensión, con China, la relación económica de los países latinoamericanos con Rusia está fuertemente sustentada en el carácter estratégico y de poder de los tres sectores mencionados.


En consecuencia, el valor de la prudencia en la aproximación ruso-latinoamericana debiera merecer una mayor atención para lograr un vínculo económico y político más equilibrado, promover su potencial constructivo y prevenir la distorsión de la conducta de los Estados involucrados.


Así lo han entendido las partes en la reciente visita del Presidente Medvedev al Perú (la primera de un Jefe de Estado ruso) y al Brasil (aunque ésta ha sido más intensa en su componente militar además de estar ligada a la consolidación del grupo BRIC como una nueva instancia de poder en el sistema internacional).


Ese equilibrio, sin embargo, ha desaparecido en la visita del Jefe de Estado ruso a Venezuela. Ésta, teniendo un carácter menos económico que político, se ha dejado presentar por el Presidente Chávez como forjadora de una alianza estratégica con el propósito de alterar, en pretensión excesiva, la evolución del sistema internacional. Los catalizadores de esa visita han sido un acuerdo nuclear (cuyos fines pacíficos tendrán que probarse y regularse) y unas excéntricas maniobras navales ruso-venezolanas en el Caribe.

Si la relación económica acá es largamente superada por la geopolítica, los acuerdos ruso-venezolanos no tienen nada de liberales y mucho de desestabilizadores de un orden regional precario. Al respecto, sobra decir que las características de esa relación no contribuirán a la generación de confianza en la región.


Es más, si esa evidencia es potenciada por la visita rusa a Cuba y desea ser minimizada por Estados Unidos (que sigue sin encontrar una respuesta a la hostilidad chavista), por Rusia misma (que argumenta que las maniobras sólo son una forma de cooperación en el marco de la fluidez propia de la globalización) y hasta por Venezuela (cuyo líder, luego de una década de agresividad antihemisférica, sostiene que el despliegue de una flota eslava en aguas caribeñas e integrada por naves con capacidad nuclear luego de una presencia aérea de parecida envergadura, no está dirigido contra nadie en la región).


El Perú no debe sumarse a tal denegación de la realidad si desea gestionar bien su propia relación militar con Rusia (el incremento razonable de la capacidad reparar helicópteros) y las consecuencias de gestionar un escenario donde una potencia reemergente retorna a la región con potencial tan intenso como fragmentador.


Como es evidente, esta dinámica se enmarca en el legítimo interés ruso de fortalecer su status y rol en el proceso en un sistema internacional incierto.


Sin embargo, la orientación de ese esfuerzo está en cuestión. De otro lado, la red amortiguadora que proporciona, de momento, una comunidad internacional menos propensa al conflicto interestatal y más arraigada en la interdependencia así como la menor importancia de América Latina en las prioridades nominales de la política exterior rusa, no disminuye la dimensión de la transformación estratégica que esa potencia pretende en la región.

Su impacto fragmentador es real. Y lo será más, si Rusia si Rusia no desliga sus objetivos en América Latina de la intención de responder a la proyección norteamericana y de Occidente en Europa y Eurasia. Peor aún, si esa potencia pretende desvincular la calidad geográfica de una región de su cohesión política.


Por lo demás, la influencia fragmentadora rusa está implícita en su condición de potencia emergente que, en el marco de los BRIC, intenta consolidar una nueva jerarquía de poder global. Este propósito, de por sí, debería conducir a esa potencia por la vía de la moderación. Pero si, en esa calidad, Rusia promueve además el rol divisivo de un grupo antisistémico local (los miembros del ALBA, a cuya organización el presidente Medvedev desea otorgar legitimidad antes de reunirse con los representantes de una la más viejas dictaduras del mundo como lo es Cuba), transforma esa aspiración jerárquica en inconveniente para no pocos de los Estados latinoamericanos que no forman parte de los BRIC.


Como se ve, la visita rusa no está exenta de peculiar intención política, económica y militar. Si éste puede explicarse, no puede justificarse. Y menos cuando América Latina no tiene una prioridad explícita en el nuevo concepto de política exterior rusa.


En efecto, la explicación de la reacción rusa encuentra sus antecedentes más cercanos en los acontecimientos del Cáucaso (el desafío de Georgia), los Balcanes (la postergación del interés ruso en la fragmentación yugoslava, el aislamiento de Serbia y el reconocimiento internacional de Kosovo), la progresiva expansión de la OTAN (que podría incorporar a Georgia y Ucrania) y el eventual despliegue de un sistema antibalístico norteamericano en Europa Central.


La reacción rusa ya se ha producida en Europa (por ejemplo, empleando el poder energético). Y, sin embargo, también ha generado vínculos de cooperación con Occidente en materia antiterrorista o de lucha contra la proliferación nuclear, por ejemplo.


Pero Rusia pretende más: ahora desea balancear a Estados Unidos ejerciendo menos la confrontación directa o el balance de poder en ciertas zonas (el Medio Oriente, por ejemplo) que generando una zona de influencia en la periferia inmediata de la primera potencia. Como su capacidad es menos constitutivo que erosiva, prefiere vincularse con potencias antioccidentales como Venezuela y Cuba.


Tal iniciativa ciertamente tiene costos para Estados Unidos (de los que éste no da cuenta aún). Pero impacta más en la relación intralatinoamericana agudizando las rivalidades entre vecinos que no comparten similares visiones del mundo. Si Rusia desea fortalecer una relación económica y política en el área, debe reconsiderar su juego de poder en el continente americano. El liberalismo contemporáneo (no su versión radicalizada) del que Rusia no ha renegado le permite dar ese paso.



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