El Premio Nobel es un institucionalizado y bien establecido indicador de progreso científico y de paz en la comunidad internacional. A cargo de la Academia Sueca en el ámbito de las ciencias y artes (química, física, economía y literatura) y del Comité Noruego del Nobel (paz) enaltece cada año el trabajo de personas e instituciones que, de manera persistente, prestan un servicio de alto valor a la humanidad en estos campos.
El sustento ético y profesional de los miembros que integran los comités que designan a los ganadores del Premio no parece cuestionable. Pero ciertamente puede ser criticado, como todo en una sociedad abierta, por ciudadanos comunes y especialistas que consideran que este premio tan significativo y honroso puede ser entregado por un jurado más diversificado y a alguien distinto que su eventual receptor.
Pero es en el ámbito de la paz (que congrega las más diversas aproximaciones) que el Premio suele suscitar más discrepancias. Y no sólo porque éste sea otorgado por ciudadanos encargados sólo por el Parlamento noruego según su mejor saber y entender o porque la definición de “paz” nunca es clara.
La discrepancia surge también porque el mandato de Alfred Nobel al respecto parece arbitrario: se entregará al que haya hecho el mayor o mejor esfuerzo por la confraternidad entre las naciones, a los que hayan obtenido logros significativos en la reducción de los ejércitos o a los que hayan concretado congresos de paz significativos. Cada uno de estos puntos presenta ambigüedad y, por tanto, dificultad en la elección.
Lo que sí es claro es que este mandato no se refiere sólo a un resultado final necesariamente sino a un proceso. Como también parece claro que no debiera entregarse, según los criterios del generador del Premio, como un intento de promoción de alguna política específica de paz ni de un derrotero de política exterior. Sin embargo, dada la relevancia social del Premio, esas líneas rojas son traspasadas con no escasa frecuencia.
En el caso del Premio otorgado al Presidente Juan Manuel Santos éste se ha fundado explícitamente en los mayores esfuerzos realizados por ese Jefe de Estado por concretar la paz en un país que ha vivido en conflicto interno durante más de cincuenta años. Sin embargo, el criterio del Comité Noruego ha sido contrariado plebiscitariamente por la mayoría de los ciudadanos colombianos que han considerado que ese esfuerzo (y el logro consiguiente: el acuerdo con las FARC) ha sido bastante imperfecto y que, por tanto, debe ser corregido.
En ese marco puede entenderse que el Premio ha sido entregado como un incentivo político y moral para que el Presidente Santos persista en el empeño, renovando el proceso de paz y convocando a los que se opusieron al acuerdo con las FARC. La interpretación de ese propósito parece más realista y loable que la que subraya sólo su dimensión burocrática: según ciertos medios y editores el Comité Noruego no tuvo tiempo para variar su designación luego del rechazo plebiscitario al acuerdo colombiano.
Aquélla interpretación (la del incentivo político) tiene antecedentes notables. El más cercano en el tiempo es el premio otorgado al Presidente Obama en el 2009 “por sus extraordinarios esfuerzos en el fortalecimiento de la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”. Esa designación careció de fundamento porque sencillamente el Presidente norteamericano transitaba por los primeros meses de gobierno y, por tanto, no había tenido tiempo de concretar los “extraordinarios esfuerzos” aludidos por el Comité Noruego.
Por lo demás, si la esperanza tiene un semblante irracional, el Premio multiplicó esa característica varias veces en tanto que aquél se entregaba a la expectativa de que el Presidente Obama cambiara el curso de la beligerante política exterior del ex–Presidente Bush en el Medio Oriente. Si esa expectativa no se ha cumplido el uso del Premio como instrumento político no ha funcionado (por lo menos en ese caso).
Este antecedente tiene expresiones remotas aún más arbitrarias y equivocadas. Por ejemplo, el Premio fue otorgado al presidente norteamericano que inició la política exterior “imperial” de los Estados Unidos que, a principios del siglo XX, lo consolidó como una gran potencia al ampliar su radio de influencia militar en el Pacífico y el Caribe. Sin embargo, a Teodoro Roosevelt, que esgrimía un “gran garrote”, se le homenajeó por haber mediado con éxito en el conflicto ruso-japonés en 1905.
Posteriormente, el Premio fue otorgado a un conductor de política exterior que, en teoría, no habría deseado obtenerlo para no ser acusado de pacifista entre otras razones. Esta personalidad fue el gran Henry Kissinger (quien, sin embargo, no pudo contar con la compañía de Le Duc Tho –que también ganó el Premio-) por haber negociado la paz en Viet Nam después de una sangrienta guerra de la que Estados Unidos fue parte.
Y ¿quién puede afirmar que los esfuerzos de la Agencia Internacional de Energía Atómica liderada por Mohamed El Baradei, a los se le otorgó el Premio por su esfuerzos antinucleares en el 2005 luego de no haber contribuido a despejar las dudas previas a la guerra segunda guerra de Irak en 2003 sobre la existencia o no de armas de destrucción masiva en ese país, fueron incuestionablemente merecidos?.
Todos estos casos muestran que el Premio Nobel de la Paz tiene muchas veces un propósito distinto al que dispone su mandato y se emplea, en otras, como instrumento de política haciendo uso de su prestigio.
Si éste fuera el caso del Premio otorgado al Presidente Santos, la expectativa razonable del Comité Noruego, de los colombianos y latinoamericanos influidos por el conflicto interno en Colombia consiste en que ese estadista realice todavía un mayor esfuerzo en lograr la paz en su país con el concurso de todos sus ciudadanos ya que, en la percepción colectiva, la guerra allí no puede ser ganada ni la paz impuesta.
Comments