En tiempos de crisis en Occidente y de creciente conflicto en Oriente la renuncia de un Papa tiene importancia estratégica.
Si bien la Iglesia Católica se sustenta en una religión universal, está gobernada desde un estado teocrático que ejerce un poder peculiar. Éste se pretende divino. Pero tiene también una dimensión material que brinda cohesión histórica a la muy vigente civilización occidental y su influencia ecuménica.
Esta superpotencia cultural (término válido cuando el poder está fragmentado) reside en el Vaticano y su influencia es cuantificable: la población católica representa hoy alrededor del 16% de la humanidad y algo más del 50% de de la población cristiana total de la cual 37% es americana y 26% europea según el Instituto Pew.
Es más, si la suma de cristianos americanos y europeos es 63% (el resto se reparte en tres continentes) se puede comprender que el componente occidental de la influencia vaticana se ejerce a partir de una base geopolítica.
Más aún, si la política vaticana de promover la unificación de los cristianos es una prioridad que implica cohesionar de alguna manera a 31.2% de la población mundial (2200 millones de personas de la que los 1100 millones son católicos), el afán religioso de ese esfuerzo sería irrazonable si no tuviera en cuenta la dimensión de poder que éste implica.
Por ejemplo, los ciudadanos de Polonia o México, los países con mayor porcentaje de población católica (92% y 85%, respectivamente), difícilmente sientan que su fe, aún tomando en cuenta discrepancias específicas, no está fuertemente ligada a la autoridad superior del Papa como lo demostró Juan Pablo II y lo que él representaba.
Si éste es el ámbito material de influencia papal es evidente que su renuncia tiene una dimensión estratégica (¿será el próximo Papa latinoamericano, seguirá siendo el Vaticano eurocéntrico, qué visión tendrá de un mundo de orientación multipolar?) que no desmerece en absoluto su dimensión espiritual.
Es más, la decisión de renunciar al ejercicio de este inmenso poder (que no está sólo vinculado a la diplomacia o a la propaganda) porque se considera estar incapacitado para satisfacer las demandas del cargo sólo puede ser calificada de responsable.
Especialmente si quien renuncia no goza de las virtudes carismáticas de su antecesor, quien sin embargo, tampoco pudo contar al final con el despliegue necesario para concluir su trabajo. Si Juan Pablo II contribuyó significativamente a apurar el fin de la Guerra Fría y a procurar el consenso global para la transición posterior, sus fuerzas no alcanzaron para irradiar la inspiración política requerida por el nuevo milenio. Para entonces Occidente se dividía por razones bélicas –la 2ª guerra de Irak-, nuevas potencias emergían, la Iglesia ya conocía la flaqueza moral de no pocos de sus integrantes y arreciaba la disfuncionalidad de su trato con los excesos una nueva sociedad de consumo (que generó la crisis) y los del relativismo moral.
Incapacitado para imponerse sobre la política burocrática vaticana –que terminó ocultando a pederastas- y para encontrar soluciones aceptables a problemas humanos en momentos de crisis social y económica, el Papa se mantuvo apegado a una teología ortodoxa y una política distante de esa realidad.
Sin embargo, la vocación ecuménica de Benedicto XVI avanzó más allá del intento de unificación de los cristianos para tender puentes religiosos y estratégicos con el islam. Lo primero lo llevó principalmente por Europa y lo segundo a Turquía. Pero América Latina, el habitat mayor de su feligresía, apena fue visitada un par de veces, el escenario islámico sigue siendo una preocupación universal y la crisis consume a Occidente. La fuerza física para afrontar estos problemas no acompañó a Benedicto. Una inmensa tarea espera a su sucesor.
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