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  • Alejandro Deustua

El Fuego Lento Venezolano

Las masivas protestas en Venezuela, esta vez de origen estudiantil, no necesitan demasiada explicación: el desastre económico que agobia a ese país, la criminalidad que genera extraordinaria inseguridad ciudadana, la corrupción estatal y la persistencia confrontacional de un gobierno que gana elecciones pero que oprime a sus opositores son causales extraordinariamente objetivas del descontento.


Pretender explicar estas protestas como un proceso que se inicia recién el 6 de febrero con el arresto en Táchira de unos estudiantes para referirse a su sustancia sólo de paso (como lo hace Philip Stephens en el Financial Times) es un exceso de pulcritud periodística o un intento de minimizar el enorme malestar colectivo que padecen sistemáticamente los venezolanos (50% de los cuales, sin embargo, han reiterado su esperanza milagrera en el autoritarismo chavista).


Digamos que una inflación de 58% reconocida oficialmente es ya causa suficiente para organizar un griterío frente un gobierno sordo e inepto. Más aún cuando el índice de escasez es de 25% (es decir, un cuarto de los productos básicos de consumo doméstico sencillamente no están disponibles en los mercados) desde hace un tiempo.


Ese escenario de empobrecimiento colectivo no tiene salida en tanto la ausencia de divisas en un país que debiera flotar en petrodólares, restringe la importación de insumos para la producción local. Por tanto, la contracción de la oferta doméstica y el cierre de empresas privadas sólo puede empeorar (incluyendo la prensa libre que no puede adquirir papel para deleite gubernamental).


Este colapso es de tal manera indignante que el Estado a cargo del paraíso socialista prometido por Chávez desde 1999 es incapaz de recurrir a sus reservas internacionales para financiar importaciones de insumos y bienes básicos por la sencilla razón de que esas reservas han caído a misérrimos US$ 21 mil millones gracias a su disposición discrecional.


Esta situación se ha agravado en tanto el gobierno ha recurrido socialistamente al incremento sistemático de la oferta monetaria para luego establecer un tipo de cambio fijo en los alrededores de los seis bolívares.


Pero el déficit de divisas y las expectativas de los consumidores ya han destruido esa paridad sobrevaluando la moneda que había sido devaluada considerablemente el año pasado. Ésta requeriría ahora de devaluaciones adicionales. Ello, sin embargo, es sólo posible con un tipo de cambio flotante que el gobierno se niega a adoptar por temor a una mayor inflación cuando se encuentra ya en el umbral hiperinflacionario y en escaso control del desequilibrio de la balanza de pagos.


De otro lado, recurrir al financiamiento que pudiera proporcionar adicionalmente PDVSA (responsable ya del 95% de los ingresos por exportaciones y del financiamiento de 45% del presupuesto), es terminar de quebrar el pescuezo de esa áurea gallinácea. Por lo demás, las capacidades venezolanas de producción y de refinación petrolera han decaído sustancialmente por falta de inversiones y sus ventas norteamericanas (hoy de 40%) dependen cada vez más de un mercado estadounidense crecientemente autónomo en el aprovisionamiento de energía.


Peor aún, el gobierno venezolano no se ha animado aún a suprimir o reducir radicalmente los subsidios a la gasolina mientras continúa la exuberancia de Petrocaribe y de programa similares esenciales para la política exterior venezolana por un valor estimable en US$ 3 mil millones (El Mundo, Economía y Negocios).


Así, el desperdicio del recurso natural que sustenta económicamente las pretensiones de la soberanía absoluta y la influencia externa bolivariana ha terminado minando a la economía chavista y arruinando las perspectivas de bienestar de los venezolanos.


Esa soberanía, por lo demás, ya no se expresa en el reconocimiento de los socios de la OPEP quienes, en el marco del incremento de sus exportaciones, no aprueban las políticas que han impedido la explotación de los inmensos recursos venezolanos y tampoco que se haya ahuyentado a inversionistas duros acostumbrados a tratar con el riesgo.


En este marco de desmoronamiento económico y de dilapidación de recursos (que algunas reformas no han logrado contener), los venezolanos siguen soportando una de las tasas de homicidios más elevadas del mundo (25 mil aproximadamente en el 2013 según el Observatorio Venezolano de la Violencia reportado en medios) a pesar de nuevos esfuerzos por controlarlos.


En ese contexto, la violencia política se sigue expresando en los términos que reclama el juego de suma 0. Al respecto el gobierno no se anda con miramientos. Para empezar, legalizó hace tiempo el paramilitarismo de instituciones que resguardan parroquialmente la revolución siguiendo el recetario cubano.


Es en el marco de esa práctica legalizada que se explica la agresión por infiltrados en las marchas estudiantiles que han dado muerte, de momento, a tres ciudadanos que sabían claramente por qué protestaban (y, por tanto, no andaba a la caza de alguna explicación abstracta, como la emergencia de las clases medias, como ocurrió en el caso de las protestas brasileñas del año pasado).


Oliendo el peligro, los países del ALBA se han apresurado en expresar solidaridad con el gobierno venezolano que dice entender las protestas como una conspiración norteamericana. En consecuencia, ha procedido a detener a uno de los líderes nacionales de la oposición, Leopoldo López y a decenas de estudiantes.


No sabemos si Estados Unidos ha intervenido o no, pero sí sabemos que las causas estructurales y las inmediatas del malestar son productos tradicionales netamente venezolanos.


En este marco, la Secretaría General de la OEA ha hecho lo que de momento puede: disponer una investigación y advertir al gobierno venezolano de que no agregue violencia a la que ya ha generado. Pero la historia en la materia indica que no irá más allá. Y no lo hará si los gobiernos del área no se pronuncian como ya lo hicieron los del ALBA.


Asumiendo que estos gobiernos encontraran otra excusa para no pronunciase, el peligro económico que emana de Venezuela es ciertamente poderoso para llamar su atención.


Como se sabe los riesgos que confrontan las economías latinoamericanas son las de una desaceleración de la demanda externa producto de una eventual deflación en los países desarrollados (que parece remota) y la volatilidad que genera el desmontaje gradual de la política monetaria expansionista norteamericana.


El impacto de esos riesgos felizmente discrimina entre los países del área a los que le que van bien (los de la Alianza del Pacífico), los que progresarán medianamente (el Mercosur con la duda de Brasil y la ausencia de Argentina) y los que preocupan (Argentina y Venezuela).


Pero si Venezuela implosiona, el riesgo de spillover es mayor a través de sus asociados (y de países vecinos como Colombia). Si este riesgo no se traslada a cada país en particular, sí contribuirá a incrementar el riesgo regional. Es hora de tomar medidas al respecto.


Especialmente si organismos internacionales como el FMI no tienen cómo evaluar a Venezuela por la sencilla razón de que ésta ha suspendido con ese organismo multilateral toda cooperación. Bajo las actuales condiciones el pronóstico de la ONU de que la economía venezolana crecerá este año 2.5% (subiendo del 1.2% del 2013) y 2.9% en el 2015 pierde sustento. Como pierde esperanza también ese país.


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