Las relaciones internacionales de Occidente y de Estados Unidos con el mundo pasan por un período de grave pérdida de confianza debido al mal ejercicio de una de las actividades más viejas de la historia: el espionaje (que es anterior al concepto de Estado-Nación del siglo XVII).
En efecto, el desmanejo de un instrumento clandestino de inteligencia ha superado todas las convenciones existentes en la materia potenciado, otra vez, por el lado perverso de la revolución IT que ha contribuido a generar la nueva etapa de globalización en que vivimos.
Si ésta ha propiciado una nueva revolución de las comunicaciones empoderando a ciudadanos, también lo ha hecho con los Estados. Especialmente con quienes tienen mayor desarrollo tecnológico. De esa característica se ha aprovechado el espionaje tradicional (y también el que practican los privados como ocurre con el espionaje industrial).
Si bien el espionaje es una actividad que practican todos los Estados el principal generador de la tecnología, quienes la desarrollaron con subsidio estatal y el oligopolio de empresas que controla el sistema son quienes tienen en el ramo una ventaja sustantiva.
Estos agentes incrementaron así su natural predisposición a la intrusión y al control vulnerando el orden de un sistema opaco pero definido por los compromisos de intercambio de información y los entendimientos entre agencias.
Si en este escenario el grande espía más y mejor al mediano y éste al chico que también tiene necesidades de información, la hipótesis de trabajo en la materia es que las autoridades y los conjuntos sociales son todos potenciales objetos de espionaje.
En consecuencia debieron tomarse los mecanismos de precaución necesarios (incluyendo la reducción de la dependencia tecnológica en la supresión de amenazas o de observación de terceros) y negociar los reclamos a que hubiera lugar. Pero se ha esperado hasta la comprobación escandalosa de esa hipótesis por el traidor Snowden para protestar públicamente lo que retroalimenta la desconfianza generalizada del que hoy somos testigos.
Ello obliga a intentar regular el instrumento que facilita el espionaje electrónico en la ONU y a establecer limitaciones adicionales en los acuerdos bilaterales. Los costos de no hacerlo son muy altos pues debilita, a favor de una sola potencia, al conjunto de Estados que interaccionan con ella y distiende la cohesión de estados liberales.
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