Todo período electoral suele iniciar un ciclo político que acompaña o contraría al ciclo económico. Su justificación política (mantener el poder o asegurar una posición favorable para su uso) se complementa con la justificación económica y social: el beneficio directo de un sector de la ciudadanía mediante el incremento del gasto, la reducción tributaria o alguna otra política distributiva. La reacción de la oposición suele ser igualmente previsible: la imputación de irresponsabilidad y abuso por el oficialismo en la asignación de los recursos públicos. Este rito político con implicancia para la balanza de pagos ocurre en casi todos los países democráticos sean sus sistemas fuertes o no.
En consecuencia, la controversia sobre el programa de asistencia directa a un millón de pobres planteado por el Ejecutivo (cuyo ámbito se ha reducido ahora a 190 mil personas por cuatro meses y su naturaleza, a la de un plan piloto) no debiera generar más fuego que humo a poco más de un año de las elecciones del 2006. Menos aún cuando el consenso existente sobre la separación del ciclo político del económico debiera inidicar que la perfomance no será afectada por el compromiso de 0.2%-0.4% del PBI en este programa (Bear Sterns). Y especialmente cuando, desde la perspectiva política, el presidente Toledo no capitalizará los benficios en una reelección que buscará apenas paliar el costo de su retiro mientras los miembros del partido oficialista intentarán pero probablemente no mejorarán extraordinariamente su posición luego de cuatro años de desprestigio encuestado.
Antes que lo anterior, sin embargo, lo interesante de esta inflexión del ciclo político es la reacción conservadora de la oposición de centro-izquierda en un país que tiene 50% de pobres. Si bien es cierto que la crítica apunta al oportunismo de la medida y su contradicción con la ortodoxia de cuatro años de gestión económica (que básicamente acompañó al crecimiento generado por la mejora del contexto externo), el hecho es que su fundamento se articula en la necesidad de mantener la disciplina fiscal y de organizar adecuadamente cualquier programa asistencial antes que proceder a un simple impulso redistributivo.
Ciertamente la reacción de la oposición, como la medida que la causa, tiene una dimensión circunstancial. Pero muchos vemos en ella un cambio de percepciones a favor del manejo “ortodoxo”, o “responsable” o “sano” de la economía. Y si esta afirmación es correcta para la centro-izquierda peruana (y también para parte de la izquierda que participó activamente en la fase incial de este gobierno) estamos presenciando una manifestación de asimilación de parte de las fuerzas contestarias a la cultura económica de la época. Pero también más que ello.
Como se sabe, una de las definiciones del poder realizado por cualquier vía es la alteración de las percepciones y acciones del que es influido por él de manera favorable a quien lo ejerce. En este caso, estamos presenciando, en un área de extraordinaria sensibilidad como la social, la prevalencia de quienes plantean un manejo ajustadamente equilibrado de la variables macroeconómicas –especialmente las financieras y fiscales- sobre los que tenían una visión más activista (es decir, más relajada, contracíclica y promotora de cambios) de la gestión económica de un país en desarrollo como el nuestro.
Y si esa apreciación resulta demasidado cruda, no se puede negar la tendencia de los contestarios de ayer a ubicarse dentro del consenso general que rije el sistema económico internacional. Esta cuestión por evidente, no debiera requerir prueba. Sin embargo, con el propósito de ilustrar el punto antes que de debatirlo, señalaremos los recientes ejemplos brasileño y argentino al respecto. En efecto, bajo las narices del presidente Luis Ignacio Lula da Silva, la austeridad fiscal del ministerio de Hacienda y la monetaria del Banco Central del Brasil no están contrarestando suficientemente la desaceleración de la economía brasileña inducida por el contexto internacional luego de un año de excelente perfomance (5% de crecimiento) también estimulada por el ambiente externo. El temor principal consiste en que el incremento de las tasas de interés por el Banco Central orientadas a contener el impulso inflacionario (antes que a seguir al FED) produzca un overshooting que ponga en riesgo el crecimiento esperado este año. Al respecto surgen hoy recomedaciones sugirendo al Banco que no se extralimite en sus ortodoxos esfuerzos (The Economist).
Y en el caso del financieramente heterodoxo gobierno del presidente Kirchner que está renegociando parte de su deuda externa colocando bonos con reducciones de hasta 60% y 70% del valor original de las obligaciones, la economía está produciendo superávits fiscales para ordenar las cuentas y asegurar el pago del saldo de la deuda.
Es probable que el segundo ejemplo sea menos consistente que el primero, pero, -especialmente en el caso brasileño- es clara la modificación de los parámetros de gestión económica de los contestarios de hace menos de una década. Aunque la reforma liberal no haya proseguido su marcha con la intensidad que sus promotores consideran necesaria, el hecho es que los términos de la gestión pública han cambiado decididamantente en nuestros países hacia el lado de la disciplina y el orden estricto antes que flexible. Y ello implica que, bajo las condicionesa actuales, las expectativas de los marginados no puedan satisfacerse sino escasamente dentro del consenso general en la materia (el gradualismo de la reducción de la pobreza en el caso chileno es un buen ejemplo al respecto).
Si esto ocurre en el ámbito interno, en el externo la modificación de percepciones y, por ende, de políticas tradicionales de nuestros Estados, también ha evolucionado sustantivamente hacia el consenso económico liberal. En este terreno no vamos a discutir ahora el abandono de la defensa externa de los remanentes del modelo de sustitución de importaciones, de la cooperación Sur-Sur o de los términos del Nuevo Orden Internacional propuesto en los 70. Los ejemplos son aquí más crudos.
En efecto, resulta extraordinario que la reivindicación más visible de los países en desarrollo sea la apertura de mercados de los países desarrollados no mediante concesiones unilaterales (tipo SGP) sino a través del cuestionamiento de los subsidos a la producción y exportación en esos países. Y también que esa contienda esté en el centro del fracaso actual del multilateralismo económico (la ronda Doha) y de su redefinición en escenarios más reducidos y compartidos con otros países desarrollados sectorialmente afines (el Grupo Cairns y hasta el grupo de los 20). Más aún, este cambio de percepciones abarca el abandono de conceptos básicos en el trato económico entre desiguales como es el trato especial y diferenciado cuya sustancia (adquisión de obligaciones de acuerdo a la capacidad de desarrrollo de las economías menores y generación de derechos en esa proporción) ha mutado hacia lo procesal (mayores facilidades de plazo para cumplir las mismas obligaciones y menores requerimientos marginales de la magnitud de apertura del mercado propio).
En lugar de estas políticas han surgido grandes y pequeños consensos asistenciales. Entre los primeros se ubican los Objetivos del Milenio que tienden a reducir la pobreza antes que a generar desarrrollo. Entre los segundos, se sitúan iniciativas selectivas in extremis de países desarrollados como la de la Grupo de los 7 para reducir la deuda de los paíseses menos desarollados.
Como en las políticas internas, el liberalismo ya forma parte de la ideología que organiza las políticas exteriores de nuestros países. Dentro de esa aproximación, los criterios de compensación de los excluidos –que siempre es escasa- tiende a prevalecer en las agendas sobre la activa generación de desarrollo. Y cuando esa tendencia se manifiesta, se expresa dentro de criterios que tienden a mantener el ajuste disciplinado antes que a flexibilizar políticas orientadas a la creación de nuevos escenarios.
Más allá de la discusión sobre la conveniencia de este cambio de percepciones, se puede avisorar que su sostenibilidad dependerá de la capacidad de los Estados más débiles para imponer las normas, de los más fuertes para mantener sus obligaciones (ahora debilitada en Estados Unidos por la indisciplina fical y en Europa por el desborde del pacto de estabilidad) y de la capacidad y disposición de nuestros países para satisfacer gradualmente necesidades básicas frente a un crecientes requerimientos sociales. Las decisiones que se generen al respecto no pueden depender del ciclo político.
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