En medio de gran expectativa internacional y serias dudas nacionales el gobierno colombiano y las FARC han firmado en La Habana un cese de fuego definitivo como paso previo a un formal acuerdo de paz integral. Éste se suscribiría, en principio, en agosto próximo.
El acuerdo ha tenido un impacto mayor tanto por su significado como por sus formas. En el ámbito formal éste ha sido enriquecido por materias operativas recientemente acordadas y por el realce prestado por altas autoridades estales que concurrieron a la firma.
Entre las materias de reciente acuerdo se cuentan, en apariencia, varios aspectos de implementación. Aunque sobre la materia quedan asuntos por negociar, de momento se habrían establecido múltiples zonas de concentración de las fuerzas que se desmovilizarán y calendarios generales de “dejación” de armas. Estos acuerdos se han realizado en el entendido de que las partes han concluido con lo sustancial de la compleja agenda negociadora establecida hace cuatro años.
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En lo que respecta al escenario en que se ha suscrito el acuerdo éste ha estado repleto de representantes de los países garantes (Noruega y Cuba) y de los países acompañantes (Chile Venezuela) además de Estados Unidos, de la Unión Europea y de otros Estados contribuyentes.
Si el acuerdo definitivo se cierra Colombia ingresará a un inédito escenario de paz interna y América del Sur, Centro América y el Caribe habrá recuperado buena parte de la estabilidad subregional perdida a lo largo de más de medio siglo de conflicto armado.
En efecto, es más de medio siglo de violencia que encontrará un cierre con el acuerdo de La Habana porque el ámbito temporal de ese conflicto se inició en 1948 y no en 1964. La guerra civil interpartidaria primero y la agresión terrorista de las FARC (y de otras organizaciones) después sumergieron a Colombia en un baño de sangre casi sin solución de continuidad desde el “bogotazo” que desembocó en los enfrentamientos entre los partidos Liberal y Conservador con un saldo de más de 200 mil muertos en la década de “la violencia” (1948-1958).
Las FARC se fundaron e iniciaron acciones subversivas en 1964. Este componente de la guerra interna colombiana de inspiración marxista fue heredado de los movimientos campesinos y promovido por la exportación de la revolución cubana que engendró también al ELN en esas fechas. Las bajas colombianas totales generadas por ambos conflictos (el interpartidario y el guerrillero-terrorista) se cuentan en alrededor de medio millón de muertos.
Si tal es el precio de la confrontación armada en Colombia y la revolución castrista es responsable de su segundo tramo, sólo era normal consecuencia histórica que el acuerdo con las FARC se suscribiera en La Habana con Raúl Castro de anfitrión y principal gestor. Descartando al gobierno chavista venezolano, tan activamente ligado a Cuba, este acuerdo pone en fin tardío a la etapa de la exportación de la revolución cubana a través de la guerrilla. Tal es el significado histórico del acuerdo de La Habana.
Pero éste tiene un componente estratégico. En él prima el término de la inestabilidad del norte suramericano impuesto por la guerrilla y el terrorismo primero y por la guerra asimétrica después.
De consolidarse el acuerdo, el efecto corresponderá primero a la distensión en el norte suramericano, Centro América y el Caribe y, posteriormente, a la estabilidad en un área comprendida entre Costa Rica y Panamá y las fronteras norte de Perú y Ecuador. Y el gobierno venezolano habrá perdido un instrumento de presión sobre Colombia mediante la instrumentación de las FARC, cuyos mandos alguna vez encontraron cobijo en su territorio, pero habrá ganado utilidad (especialmente en la percepción norteamericana) como interlocutor en la solución de este tipo de problemas.
Al respecto los vecinos de Colombia deberán mantener un estado de alerta en previsión de que sectores remanentes de las FARC no se desmovilicen o intenten encontrar refugio fuera de su país.
Y si de remanencias se trata, el vínculo global de las FARC con fuerzas terroristas trasnacionales y amenazas de ese carácter (como el narcotráfico) deberá merecer todavía la mayor atención.
Ello incluye un eventual desplazamiento de narcotraficantes colombianos que, desprotegidos por las FARC o ligados informalmente a ellas, deberán ser combatidos afuera como extensión internacional del compromiso pendiente relativo a la lucha contra las organizaciones criminales que se incluirá en el acuerdo de paz. Ese desplazamiento, como parte del “efecto globo”, puede tener también un componente inercial antes que presionado en tanto la fuerza armada colombiana, ya en posesión de territorio FARC, podría desescalar sus operaciones en las zonas de dominio del narcotráfico.
Y si, alternativamente, la lucha contra el narcotráfico adquiere en Colombia mayor intensidad correspondiente a las capacidades liberadas de la fuerza armadas de ese país, es probable que ello se refleje también en los vecinos. El proceso de paz colombiano requerirá, por tanto, la activa participación sectorial del Perú. Este proceso será complejo, lento y riesgoso.
De otro lado, la asociación de seguridad establecida entre Estados Unidos y Colombia (que ha implicado el compromiso de alrededor de US$ 10 mil millones desde 1999 y que se reflejará en un nuevo Plan Colombia que rondaría los US$ 400 millones anuales) debería desescalar la acción contrainsurgente (sin sacrificar el “post-conflicto) y orientarlo más hacia los requerimientos del Estado colombiano para implementar las reformas comprometidas en el acuerdo de paz (desde reforma agraria hasta absorción de los beligerantes pasando por un necesario fortalecimiento institucional).
En consecuencia, la presencia de seguridad norteamericana en la zona será menos resistida y, por tanto, más convergente con los requerimientos de los Estados del área. Las sinergias con las fuerzas armadas regionales se incrementarían en tanto la agenda correspondiente se desprende de los elementos más contenciosos (p.e., uso de aeropuertos que algunos confunden con bases, por ejemplo).
Pero lo fundamental para el éxito del acuerdo será la conformidad de los colombianos con el mismo quienes deberán decidir cuánta justicia sacrifican en aras de la paz. El Presidente Santos ha propuesto al respecto un plebiscito cuya viabilidad constitucional está en estudio. Antes del acuerdo el pesimismo de los colombianos sobre la factibilidad del mismo bordeaba el 80% según una encuesta Gallup (El Espectador, 1 de marzo de 2016) mientras que esos ciudadanos tenían una peor imagen de las FARC. Sin embargo, 57% de ellos votarían a favor del acuerdo según una encuesta de Datexco Colombia (El País, 31 de mayo de 2016).
Pero esa mayor disposición a apoyar el acuerdo debe aún medirse con el peso de la oposición que lidera el ex -presidente Uribe. De momento, éste ha preferido no pronunciarse hasta examinar bien lo acordado. Un importante grado de incertidumbre rodea aún el entendimiento colombiano.
En cualquier caso, al Perú le interesa fortalecer el vínculo diplomático, de integración y de seguridad con Colombia en los ámbitos bilateral, de la Comunidad Andina y muy especialmente, del Acuerdo del Pacífico. Si el acuerdo se concluye y se aprueba, el apoyo del Perú para su implementación debe ser pleno e inmediato. Y si no, la solidaridad activa con ese vecino deberá intensificarse.
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