Si la tasa más baja de crecimiento global (2.5%) desde la crisis de 2008 caracterizó el 2019, las recientes maniobras navales de Rusia, China e Irán en el Golfo de Omán agregaron algo más que confrontación a las fiestas de fin de año. Como es evidente la redefinición del sistema internacional no sólo no es pacífica sino que, con el multilateralismo en cuestión, la contienda interestatal es cada vez más común.
Para una potencia menor con una economía de ingresos medios, éste es un escenario que nos interesa porque incrementa nuestra vulnerabilidad y replantea incapacidades para modelar conductas y mercados. Ello limita nuestras posibilidades de interacción eficaz en un escenario de complejidad e incertidumbre crecientes.
De los Estados Unidos sabemos que el plural cuestionamiento de su status ha generado un incremento de sus capacidades, diversos modus operandi e incierto liderazgo en relación a adversarios y amenazas diversas. La pretensión de mantener la primacía (ya no la hegemonía) es manifiesta pero no su éxito.
Si bien la única superpotencia sigue siéndolo, la innovación tecnológica y su aplicación a nuevos escenarios de confrontación (el espacio), a nuevas armas (p.e. misiles rusos hipersónicos que neutralizan sistemas de defensa por no hablar de la amenaza nuclear norcoreana) o a ciberataques (que amenazan instituciones y servicios), ha complicado su tarea y estimulado la carrera armamentista. En ésta somos desprotegidos y desvinculados espectadores con ingenua fe en los beneficios de la multipolaridad.
Por lo demás, el “regreso de la geopolítica” (que nunca se fue a pesar del globalismo) muestra su vigencia en Europa y Asia.
Descontando el incremento del nuevo nacionalismo, del que el Brexit es el ejemplo más costoso para Europa, la aproximación germano-rusa (el gasoducto Nordstream) muestra una variante marítima en Europa Central. Aquélla contrasta con la reacción europea a la sustracción de Crimea, a la carta rusa de Erdogan (que pone en cuestión su acceso a la UE y su membresía en la OTAN) o a la protección de los bálticos. En ese escenario la importancia de los andinos se reduce aún más para la Unión Europea.
Y en el Asia, el progresivo avance chino sobre el Pacífico, su pretensión de dominio en la cuenca y su despliegue euroasiático de la Nueva Ruta de la Seda es un desafío global. El posicionamiento chino en América Latina –y en el Perú- tiene una clamorosa dimensión geostratégica que no debiera ser sólo una preocupación yanqui.
En ese contexto, sin la atención norteamericana que se incrementaba en tiempos de desafío extracontinental y sin posibilidad de alianzas desarrollistas, nuestra vital refocalización en la región es desafiada desde dentro por gobiernos y sociedades disfuncionales.
Al respecto nada sabemos de Cancillería. Salvo que quizás nuestro nivel de alerta no llegue a ámbar.
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