1982 fue un año trágico para América Latina que resultó en un cambio sustantivo del orden interno y de la inserción externa de la región. Así, si la crisis de pagos mexicana fue el detonante de la "década perdida" que contribuyó al colapso del régimen económico predominante y a la generalización de la reforma liberal en el área, la dramática derrota argentina en las guerra de las Malvinas ayudó al desprestigio de las dictaduras militares con vocación bélica y a establecer un nueva oportunidad para las democracias liberales en Suramérica.
En este marco, la guerra de al Malvinas fue más que una equivocación reconocida hoy por los propios argentinos (p.e. el Canciller Taiana quien sostiene que el curso pacífico de la reivindicación es el históricamente legítimo- El Mercurio-). En efecto, apenas nueve años antes del término de la Guerra Fría, ese conflicto constituyó la única guerra convencional de la postguerra entre una potencia suramericana y otra europea occidental, indujo la fractura de una relación de benigna indiferencia entre los esquema de seguridad colectiva occidentales (el TIAR y la OTAN), obligó a Estados Unidos a optar por prioridades de vida y muerte entre socios asimétricos (escogiendo al más poderoso y tradicional), condujo a efectivos alineamientos militares en la región y, al margen de su calidad, derrumbó al gobierno de una de las grandes potencias del área.
Y sin embargo, casi nada de ello tuvo consecuencias mayores. El TIAR no sólo no desapareció sino que su foro fue activado para apoyar la respuesta bélica de Estados Unidos contra el régimen talibán afgano en el 2001 mientras el régimen interamericano de seguridad colectiva ingresó, desde 1991, en un proceso inacabado de redefinición con la activa participación norteamericana. En ese ámbito la Argentina estableció muy estrechos vínculos con la primera potencia durante el gobierno de Carlos Menem (y recibió un status especial como asociado de la OTAN) mientras que los alineamientos del Perú con Argentina y de Chile con el Reino Unido durante la guerra no se reflejaron en alianzas concretas.
Así, lo que parecía ser escenario de modificación sistémica en la región resultó, luego de la derrota el 14 de junio de 1982, en un mejor y menos agresivo balance de poder en el área, en la cancelación de la alternativa de confrontación militar con potencias occidentales por los regímenes militares de la época (el régimen chileno confirmó más bien su filiación con esa potencias) y en el afianzamiento de la opción democrática en Suramérica. La expansión de reforma económica por la región consolidó ese escenario.
Las consecuencias para la Argentina fueron ciertamente mayores. En términos nacionales, la convocatoria a elecciones trajo de regreso no sólo a la democracia sino a los viejos partidos. Ello ayudó a redefinir, bajo términos sui generis, la relación cívico-militar en ese país (si bien se estableció el mando civil, no se esclarecieron adecuadamente las responsabilidades por los excesos militares ni los de la subversión). Ese cambio sustancial no ayudó, sin embargo, a atajar la crisis económica (el presidente Alfonsín debió adelantar en varios meses la entrega del poder al electo peronista Carlos Menem).
En términos externos, la interacción ente crisis económica, extraordinario debilitamiento militar y crisis institucional, debilitó al Estado favoreciendo un cambio de perspectivas geopolíticas que algunos ya habían adelantado (el relajamiento de la relación de competencia con el Brasil). A ello se añadió el requerimiento argentino de retomar la prioridad latinoamericana después de la guerra. El resultado fue la aproximación argentino-brasileña de 1988 que sentó las bases para la creación del Mercosur.
La relación con el Perú fue menos afortunada. Además del extraordinario respaldo popular a la Argentina, el gobierno de Belaúnde hizo un esfuerzo mayor de apoyo a ese Estado y de defensa del ámbito suramericano que no fue adecuadamente retribuido. Primero el Perú contribuyó diplomáticamente a mediar entre los beligerantes para evitar la guerra. El esfuerzo fracasó luego de que la marina británica hundió el crucero Belgrano. Y luego, el Perú, dentro de sus posibilidades, asistió militarmente a Argentina en los momentos más difíciles de la guerra mediante la provisión de equipos y recursos técnicos.
A pesar de ello, el gobierno argentino vendió armas al Ecuador durante el conflicto con el Perú de 1995 echando por la borda toda posibilidad de asociación estratégica mientras el gobierno de Menem privilegiaba extraordinariamente la relación con Estados Unidos. De otro lado, Argentina, felizmente, solucionó sus problemas limítrofes con Chile sin que en ello se hiciera pesar el hecho de que este último contribuyera activamente con el Reino Unido durante la guerra. Chile consiguió un socio al tiempo que mantuvo la relación de privilegio con las potencias anglosajonas. Perú, en cambio, no logró consolidar un aliado en la cuenca del Plata y tampoco estableció una relación de privilegio con Estados Unidos.
Las ganancias sistémicas (las democráticas, las de mercado y las de seguridad), sin embargo, fueron mayores. Ello contribuyó a fortalecer el apoyo del Perú a la legítima reivindicación argentina de la soberanía sobre las Malvinas, las Georgia y las Sándwich del Sur bajo los términos de la ONU (una solución pacífica y negociada).
Ahora es necesario mejorar la relación bilateral con Argentina teniendo en cuenta la relación especial con el Brasil. En ese empeño, donde el mayo esfuerzo quizás deba corresponder a la Argentina, el Perú debe proponerse restablecer la unidad regional bajo los términos del mejoramiento orden liberal que emergió, bajo causas tan trágicas, en la década de los 80.
n el proceso, el Perú debe contribuir a que la Argentina resuelva jurídica y equitativamente sus problemas con Uruguay y preste mejor atención a la conflictiva situación de la subregión andina.
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