El Presidente Bush pronunció su último discurso sobre el Estado de la Unión en un contexto de crisis económica cuyo extremo recesivo se desea evitar y en el ámbito de una guerra impopular que parece encontrar una salida relativamente exitosa. La implicancia global de ambos factores otorgó a la formalidad de ese acto político una importancia superior al hecho de que, cuando se vuelva a realizar, la responsabilidad estará a cargo de un nuevo Jefe de Estado demócrata o republicano.
Aunque como hito que marca el fin de una etapa, el discurso no fue bueno (en realidad consistió en una agenda de trabajo que, como sugirieron los comentaristas norteamericanos, difícilmente pueda ser atendida por reiterativa y por las limitaciones de calendario), su pragmatismo fue subrayado por dos medidas extraordinarias: de un lado, la aprobación por la Cámara de Representantes del paquete fiscal por US$ 145 mil millones que, pendiente de la aprobación del Senado, debe contribuir a evitar la recesión y reactivar la primera economía y, del otro, la reducción de la tasa de referencia por el FED de 4.25% a 3.50% primero y de 3.50% a 3% después.
El debate sobre la eficiencia y justicia de estas medidas que enfatiza la alternativa tributaria sobre la del subsidio a los más necesitados no impidió que el Congreso recibiera el discurso con las formalidades usuales: aplausos recurrentes de una bancada y respetuoso silencio de la otra. Y tampoco que los agentes económicos del mercado global aprobaran el discurso traducido en la implementación mencionada con una actitud compradora que elevó las cotizaciones en casi todos los mercados bursátiles.
Si ello es suficiente para inhibir la recesión, es algo que se verá en el cortísimo plazo. Lo que no puede negarse es que las medidas referidas devolvieron parte de la confianza perdida a agentes que, por irresponsabilidad propia y poca disciplina gubernamental, la habían extraviado y, en consecuencia, estaban apostando contra la economía norteamericana.
De otro lado, a pesar de que el presidente Bush resumiera nuevamente su política de seguridad (la lucha contra el terrorismo y la promoción de la democracia), el discurso tampoco estuvo plenamente a la altura del cambio de rumbo que, en apariencia, está ocurriendo en Irak (mientras que hasta hace un año, la violencia terrorista y la de la resistencia campeaba derrumbando todo esfuerzo de reconstrucción, hoy ésta se ha atenuado permitiendo al gobierno iraquí aspirar con seriedad a la reunificación del Estado).
Si esa información es correcta y la tendencia se consolida, el Medio Oriente recuperará efectivamente la proyección de estabilidad que le ha sido esquiva a lo largo de tantos años. Y en consecuencia, el próximo gobierno norteamericano tendrá que replantearse seriamente el rápido y radical retiro de tropas que algunos candidatos prometen sin mayor atención a las nuevas condiciones en el terreno.
A pesar de las extraordinarias consecuencias estratégicas de ese escenario y de su implicancia para América Latina, ello puede no ser de interés del gran público regional. Éste quizás se habrá sentido más atraído por la referencia al problema migratorio que, lamentablemente fue confinado sólo a la arista de los migrantes ilegales en Estados Unidos (una solución legal y humana fue su rasero). Pero el discurso planteó más que eso.
En efecto, pocas veces antes se había reconocido a países en su mayoría suramericanos como parte sustantiva y explícita de la política concreta de los Estados Unidos. Si, a pesar de las nuevas tendencias proteccionistas, se replanteó el interés general por el libre comercio, ésta vez uno de sus instrumentos -el de los TLC- otorgó a la región un rol estratégico en los ejemplos de Perú, Colombia (y de Panamá). La necesidad de que el Congreso apruebe los negociados con estos dos últimos (además del correspondiente al de Corea del Sur) fue calificada como imprescindible para evitar que las corrientes populistas que se renuevan en la región se arraiguen en ella. El concepto no es nuevo. Pero su mención como prioridad política en un discurso de fin de ciclo ciertamente lo es.
Cualquiera que fuera el juicio que merezca la gestión del presidente Bush -y que, en general, no será positivo- el explícito reconocimiento estratégico de la región más allá de las antiguas preocupaciones por Centroamérica y por problemas globales como el narcoterrorismo, debe destacarse. Si, al respecto, nuestros gobiernos deben ir más allá de simplemente tomar nota -aunque algunos ya lo han hecho - el próximo gobierno norteamericano no podrá dejar de reconocer este hito.
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