El 19 de octubre los bancos centrales de las principales economías latinoamericanas rindieron una prueba de limitada responsabilidad colectiva y una demostración práctica de las posibilidades de cooperación en un marco de insuficiente integración regional.
En efecto, a raíz de las reuniones multilaterales realizadas en Washington con el FMI y el Banco Mundial para evaluar la crisis financiera global y las medidas a tomar en consecuencia, los presidentes de dichos bancos centrales (salvo el de Venezuela), reiteraron en Santiago de Chile su compromiso con los esfuerzos colectivos y nacionales para superar la crisis.
Ello se expresó en una manifestación de confianza en los fundamentos económicos de las principales economías de la región y en el anuncio de la disponibilidad de instrumentos con que cada país cuenta para afrontar la crisis (por región debe entenderse las economías de los concurrentes: Perú, Brasil, Argentina, México Chile y Colombia).
Sin embargo, en un marco de riesgo e inestabilidad crecientes, los banqueros centrales resistieron la tentación de anunciar compromisos de coordinación monetaria. La vocación de cooperación pudo ser grande pero la capacidad de adoptar acuerdos se limitó al intercambio de información, a la cooperación técnica para la aplicación de determinados instrumentos y a la buena comunicación a la hora de adoptar medidas.
Si la gravedad de la situación global reclama más cooperación concreta, evidentemente ésta sufre las limitaciones propias de la ausencia de integración económica suficiente en el área, de la nula integración monetaria (que vuelve a la realidad a los proponentes de establecer, ya, una moneda común), de la diversidad de las orientaciones políticas y de las necesidades de respetar los compromisos genéricos que se adoptaron en Washington a propósito de la reunión del G7.
Si en esa ciudad las más grandes, más abiertas y más interdependientes economías se limitaron a comprometerse a realizar todos los esfuerzos necesarios, sin distingo ideológico, para superar la crisis financiera sistémica y atenuar el impacto de una recesión, el grado de cooperación entre economías abiertas y menos abiertas en América Latina no podía ser el correspondiente a la de una integración mayor.
Sin embargo, un cierto nivel de cooperación mayor sí podría darse entre economías de similar orientación (como quizás ocurre en los casos de Perú, Chile y Colombia) siempre que no se afecte el grado la discrecionalidad nacional para actuar rápida y eficazmente para atajar los diferentes embates de la crisis (desde la volatilidad de los mercados hasta la rigidez en el acceso al crédito externo).
Entre estas economías, ciertas medidas, como las orientadas a facilitar liquidez y garantías que no generen competencia indeseada en estos momentos de desorden podrían ser estudiadas. Para ello es necesaria cierta convergencia económica (por ejemplo, la calificación de riesgo-país) en el marco de la heterogeneidad.
Este grado de cooperación sería extremadamente útil para evitar sorpresas de impacto regional (y también global) como la de la súbita nacionalización del sistema privado de pensiones argentino. Más allá del mérito o demérito de esa medida, el hecho es que su adopción incrementó la inestabilidad económica en la región y la volatilidad en los mercados bursátiles del área.
Precisamente por ello, una mayor cooperación entre bancos centrales no puede ocurrir con economías como la argentina: su mayor vulnerabilidad, riesgo y tipo de gestión lo impiden. Pero este no es el caso de Perú, Chile y Colombia. Las autoridades económicas de estos países podrían estudiar mejor las posibilidades de reducir su grado de exposición a la crisis y de mejorar la sustentabilidad de sus mercados.
Por lo demás, en el más amplio nivel regional, siempre es posible intentar ampliar el stock de recursos disponibles facilitados por el BID, la CAF o el FLAR.
Este pragmatismo cooperativo contrasta fuertemente con el desborde político de la realidad de la integración en la región. En el caso del UNASUR, éste ha llegado a extremos.
Como si el entrampamiento de la integración andina y del MERCOSUR no fuera suficiente y la crisis global no hubiera hecho un llamado a la prudencia, los miembros de UNASUR han decidido crear, sin más, el parlamento suramericano. Y para ello, han escogido, a instancia chilena, uno de los Estados suramericanos donde la actividad parlamentaria está más amenazada y deslegitimada: Bolivia.
Si la gradualidad y la consistencia en la construcción de los procesos de cohesión regional, que implican cesión de soberanía, es factor determinante de la calidad de la integración y aquéllos siguen siendo cuestionables en la región, mal se puede continuar agregando peso institucional una estructura de integración extremadamente frágil como la suramericana. Al hacerlo, la ineficacia e ilegitimidad del proceso integracionista no sólo volverán a repetirse sino que lo hará con un riesgo político adicional: que el insustancial parlamentarismo regional incremente en lugar de contribuir a disminuir la inestabilidad del área.
Esta imprudencia política de países que, como Chile, manejan con seriedad su economía no sólo revela en ellos inconsistencia sino que contrasta con la cauta actitud de los bancos centrales de la región.
Las conclusiones son evidentes. Primero, construir integración sin fundamentos adecuados y en medio de una crisis sistémica es irresponsable y puede presentar un riesgo adicional para la región. Segundo: la región necesita, en el mediano plazo, un punto de aproximación entre la política y la economía si la integración va a tener alguna posibilidad en el área.
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