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  • Alejandro Deustua

Adolfo Suárez

De transiciones a la democracia está plagado el sistema liberal cuya dinámica expansiva en el mundo está sufriendo inédito freno. Algunas de éstas se frustraron en el proceso de su gestación acompañadas por el colapso del Estado (el caso de la URSS), otras avanzaron con cautela estimuladas por la apertura que patrocina una crisis económica mientras se mantenían los apoyos institucionales del oficialismo y de la oposición (el caso mexicano) y otras surgieron simplemente del colapso del régimen previo (el caso peruano del postfujimorismo dirigido por Valentín Paniagua).


Pero ¿qué ocurre cuando esa transición ocurre en el marco de un Estado que mantiene una estructura fascista, la oposición no acompaña el proceso con firmeza y tiende inicialmente a obstaculizarlo fundado en válidas dudas mientras su líder, proveniente del establishment, tiene el apoyo de una autoridad monárquica pero no necesariamente de la sociedad, sufre intentos dramáticos de golpes de Estado y la autonomía que logra construir se disuelve de una elección a otra?.


Es más, ¿qué ocurre cuando quien dirige esa transición se considera obviamente un Hombre de Estado pero no una gran personalidad al punto de agradecer luego a quien corresponda por haberle permitido servir y realizar “lo que más le gusta” en el marco de una tradición de sangrienta guerra civil, de una fragmentación política violenta y de febril divergencia ideológica que convive con un atraso nacional que no necesitaba del contraste con vecinos integrados para mostrar su endeblez, desigualdad y miseria?


La respuesta no es fácil. Pero imaginamos que ese hombre debe haber poseído una extraordinaria convicción de objetivos (y quizás hasta de su corta vida política), que el núcleo de poder que conformó debió ser extraordinariamente sólido aunque sólo lo fuera porque los demás no quisieran compartirlo y que, a pesar de ello, debió convocar a los disidentes para legitimar el interés nacional por la transición y luego articular el nuevo orden constitucional y las políticas de reforma correspondientes.


Esas cualidades, en las que se encarna la nueva España, fueron las de Adolfo Suárez quien, luego de realizar su tarea debió dejar la política a los 49 años en soledad partidaria para fallecer el 21 de marzo pasado luego de un largo proceso que subyugó su memoria olvidándolo todo, incluyendo su rol histórico.


Emergido de las estructuras del franquismo por razones laborales antes que de convicción, Suárez formó parte del primer gobierno conformado luego de la muerte de Franco sólo para ser designado Jefe del Gobierno por el Rey Juan Carlos a los 44 años con gran austeridad de medios.


En consecuencia, la búsqueda del consenso con las fuerzas políticas en pugna no sólo fue su objetivo estratégico fundamental sino, quizás, su único instrumento de éxito. A estos efectos debía reunir, bajo su mandato y la bandera de España, a fuerzas que se habían enfrentado durante la Guerra Civil como si se tratara de una guerra mundial (que en efecto los españoles prologaron).


Los comunistas de Carrillo, los socialistas de González, los falangistas herederos de Primo de Rivera, los nuevos centristas modernizadores, los sindicatos y la patronal debían confluir para establecer un modus vivendi primero y luego una Constitución y unas políticas acordes con la nueva realidad europea de respeto a las libertades.

Para lograrlo el pueblo español debería pronunciarse primero en elecciones para elegir a un Presidente del Gobierno que hasta ese momento era sólo designado y, por tanto carente de legitimidad, y luego para validar o rechazar la Constitución.


Ello reclamaba reformas políticas previas, como la libertad de los presos políticos, el reconocimiento de las autonomías, de los partidos políticos y de las libertades fundamentales, reformas económicas de apertura y la ruptura del aislamiento al que se había sometido España.


Apenas dos meses de ser electo Presidente del Gobierno en junio de 1977, las reformas consensuadas en los Pactos de la Moncloa sobre reforma política y económica fueron suscritos por la mayoría de las fuerzas relevantes y aprobadas luego por el Congreso. Ello abría el camino a la Comunidad Europa a la que España aspiraba ingresar junto con Grecia y Portugal. Tal objetivo no se lograría hasta 1985 pero la orientación había sido trazada mediante contacto y expresiones de interés con el Consejo de Europa, entre otras entidades. Pero España no estaba aún preparada para lograr su integración continental por su propio esfuerzo económico. Quizás por ello Suárez requería mejorar sustantivamente la relación con Estados Unidos (que luego devendría durante el gobierno socialista de Felipe González en el ingreso de España a la OTAN que antes había sido recusado por el PSOE) y también reencontrarse con América Latina como nuevo baluarte de su inserción global.


Ese reencuentro fue lo que Suárez denominaba como la “iberoamericanidad” según el ex-Canciller español Marcelino Oreja. En ese escenario el entonces denominado Pacto Andino fue un interlocutor preferente quizás porque era el proyecto de integración que mejor funcionaba en América Latina y en el que la Comunidad Europea había colocado quizás demasiadas esperanzas.


Pero quizás Suárez también privilegió la relación con los andinos por cuestiones de civilización: en el centro de esa organización se encontraba el Perú, el principal ex -Virreynato español en Suramérica y también Colombia, heredero del ex -Virreynato de Nueva Granada (no es casualidad, al respecto, que Oreja destaque también la relación con México, otro gran ex -Vireynato español con el que España careció de relaciones, por decisión mexicana, por alrededor de cuatro décadas).


En todo caso, el esfuerzo de retomar el contacto andino se tradujo en una serie de viajes de ritmo casi frenético inspirados en una política española que debía asentarse, como en la bandera real, en dos pilares. En este caso uno era americano y otro europeo. De esos sustentos perduró como fundamento sólo el europeo (además de la relación estratégica con Estados Unidos).


Sin embargo, mientras duró, la velocidad de los intercambios diplomáticos entre España y el Pacto Andino terminaron consumiendo una agenda en poquísimo tiempo porque carecía de fundamentos sobre los cuales proseguir el empeño. Ello no fue estéril, sin embargo. España había salido de su enclaustramiento y se preparaba para una nueva etapa de modernidad. Si ésta no se interrumpió con la renuncia de Suárez en 1981abandonado por sus interlocutores y parte de su propio partido (la UCD) sí perdió para España el concurso de un gran Hombre de Estado que habría seguramente enriquecido el posterior debate bipolar entre el PSOE y el Partido Popular.


La historia recuerda a Adolfo Suárez ciertamente por haber sido el primer Presidente de Gobierno democrático español y por haber logrado la organización de una España nueva en medio de la violencia y el extremismo ideológico. Ello requirió de un coraje superior, una de cuyas muestras fue la que ofrece el testimonio televisivo que muestra a este hombre austero desafiando al golpista Tejero desde su asiento en el Congreso cuando todos los demás se habían ocultado debajo de sus pupitres.


Imaginamos que así habrá enfrentado el embate de la enfermedad que se empeñó en borrar de su memoria todo mientras que la de los demás recuerdan ahora su rol en la historia y quizás alguna meditación de lo que hubiera sido de España sin el concurso de este gran personaje. Descanse en paz Sr. Adolfo Suárez.


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