Finalmente se ha abierto el camino de retorno a la democracia en Venezuela. El reconocimiento de la Asamblea Nacional como única entidad legal y legítima en ese país y la juramentación de Juan Guaidó como presidente encargado con el propósito de convocar a elecciones libre es una hoja de la puerta. La otra es el desconocimiento de Maduro a quien un gran número de países occidentales, especialmente americanos, han calificado como usurpador.
El proceso, sin embargo, sólo ha comenzado en un país en el que coexisten un presidente legítimo y un dictador en ejercicio. Esa coexistencia no puede continuar por mucho tiempo sin que tratativas, quizás informales, resulten en la cesión del poder por Maduro; o que la presión externa devenga en efectivamente coercitiva; o que el régimen se desmorone sobre sus podridos cimientos; o que la violencia se desate nuevamente en Venezuela.
De momento el gran avance se ha producido en las áreas jurídica y política. En efecto, los miembros del Grupo de Lima, la mayoría de la OEA y los que se han agregado a esa posición (como los de la Unión Europea) no han trascendido ese marco.
Salvo por la decisión norteamericana de intentar reorientar los fondos públicos externos de Venezuela hacia la Asamblea Nacional y las minimalistas sanciones financieras y de movilidad internacional a funcionarios del régimen, el pleno apoyo pleno a la Asamblea Nacional ha avanzado hoy sólo por la vía diplomática formal.
Ello ocurre cuando la disposición al uso de la fuerza por la dictadura es notoria, las alianzas extrarregionales que apoyan a Maduro son manifiestas, la inteligencia cubana -que sabe que su cogote habanero pasa por Caracas- sigue controlando Miraflores y la desesperación de los venezolanos continúa entrampada entre el autoexilio (10% de la población) y la inanición.
Salvo por la decisión, bastante tardía pero muy elogiable, de apuntalar a Guaidó y debilitar a Maduro para lograr un cambio de régimen que permita el retorno democrático, no son aún soluciones concretas sino esperanzas enmarcadas en la ley y la diplomacia juridicista lo que alumbra el horizonte venezolano. Y todos sabemos que el derecho internacional (en este caso, la Constitución Venezolana y las cartas Democrática, de la OEA y de la ONU) que no produce resultados, es ingrediente fundamental pero insuficiente de la justicia.
Al respecto debe recordarse que cuando Maduro ya vulneraba todos los principios democráticos las normas hoy celebradas no fueron invocadas o no pudieron aplicarse eficazmente. Y debe tenerse presente también que, en 2013, en el marco de un proceso electoral por entonces también cuestionable, también se recurrió a la ley pero para, en el marco UNASUR bajo la presidencia peruana, legitimar la presidencia del futuro dictador.
Sin embargo, este 23 de enero la invocación del derecho ha permitido que la dictadura pueda ser efectivamente cuestionada en rumbo hacia su desaparición.
Ese camino, sin embargo, está empedrado aún de buenas intenciones (no plenamente mayoritarias) y menos de acciones efectivas (una medida clara son los apenas US$ 20 millones que el Secretario de Estado norteamericano comprometió como ayuda humanitaria aunque luego se haya anunciado la disposición a reorientar hacia la Asamblea Nacional los fondos venezolanos provenientes del extranjero).
Esas buenas intenciones se expresaron en la reciente reunión extraordinaria del Consejo Permanente de la OEA celebrada en Washington. Allí brillaron las acusaciones contra la dictadura (las más) y la defensa de la misma envuelta en alegorías al diálogo (las menos) antes que defensas cerradas del gobierno de Maduro. Además del pronunciamiento del Grupo de Lima y de otros países a que hizo mención la representante argentina, los países caribeños, México y Uruguay se pronunciaron por el diálogo frente al peligro de una guerra civil y sólo los delegados de Nicaragua y de Venezuela cerraron filas con el totalitarismo.
Aquello fue un triunfo americano. Pero no hubo mención a sanciones. Y tampoco llamados concretos a que las fuerzas cubanas involucradas en Caracas abandonen su galpón de inteligencia en Suramérica. Ni mucho menos sugerencias para que las grandes potencias que apoyan al régimen de Maduro (Rusia y China) dejen de hacerlo o que no veten un eventual llamado a la Responsabilidad de Proteger por el Consejo de Seguridad de la ONU.
Peor aún, tampoco se tiene noticias de que las representaciones latinoamericanas en Caracas estén revocando el trato con Maduro en favor de la autoridad legítima. Ni que esos países estén planteando a Rusia y China que su vinculación estratégica con América Latina puede peligrar si prosigue incrementando (como lo está haciendo) las relaciones militares y económicas con Maduro.
Al respecto nadie en la región parece haber insinuado a Moscú que el mercado suramericano tecnológico, de armas y de alimentos (especialmente valioso en tiempo de sanciones europeas) puede estar en riesgo si el gobierno ruso no da signos de moderación o deja de anunciar proyectos petroleros y auríferos en la cuenca del Orinoco o de evidenciar ampulosos preparativos militares que buscan consolidar ganancias estratégicas para Moscú y la dictadura.
Y en relación a China, que es un primer socio comercial de Brasil, Chile y Perú y un inversionista de calado en la región, ningún vecino del área ha deseado anunciar que podrían haber restricciones de acceso si la potencia asiática sigue financiando a Maduro (éste visitó China el año pasado y obtuvo créditos adicionales que engordan los US$ 50 mil millones ya concedidos en la última década).
Peor aún, ni la diplomacia peruana ni ninguna otra, desde México hacia el sur, parece haber matizado su exclusiva atención pública al problema de Venezuela dominada hoy por la perspectiva jurídico-diplomática y sus implicancias políticas.
En efecto, la definición de la situación venezolana como una amenaza a la seguridad vecinal y colectiva no ha aparecido en los diálogos de la OEA ni en los del Grupo de Lima. La evidencia de la inestabilidad regional que produce un Estado fallido, las migraciones incontenibles, la turbiedad de las acciones de inteligencia cubana y de otros Estados antioccidentales y la atracción hacia Suramérica de grandes potencias en búsqueda de posicionamiento estratégico y de status no parecen haber adquirido prioridad perceptiva ni merecido atención en los pronunciamientos latinoamericanos.
Si la Venezuela de Maduro es un problema de seguridad para sus vecinos, ¿acaso no lo son también quienes la proveen de capacidades para intensificar esa maligna cualidad? Cualquier alto funcionario latinoamericano en el sitio adecuado debería haber podido plantear públicamente esta cuestión para tomar las acciones del caso y desconectar las líneas de aprovisionamiento estratégico de la dictadura. Pero ello no ha ocurrido mientras que esas potencias se comprometen crecientemente con la defensa activa del dictador.
Esta materia podría tratarse bilateralmente con esas potencias, a través del Grupo de Lima o en una reunión de Cancilleres de la OEA si deseamos una solución efectiva del problema venezolano en un plazo que permita consolidar lo avanzado.
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